Thursday, July 15, 2004

Sábado 29 de Mayo de 1982

Mi muerte ocurrió el día de mi trigésimo cumpleaños, en circunstancias misteriosas. Fui asesinado en una habitación herméticamente cerrada desde el interior. Estaba más o menos en esta posición, escribiendo a máquina, cuando noté un murmullo a mi espalda. No exactamente: más que un murmullo era el aliento de una presencia tras de mí. Me volví de golpe, asustado, pero lo hice apenas a tiempo para ver la silueta indistinta de un hombre que me apuntaba con un arma, probablemente una pistola o un fusil de cañones recortados. Inmediatamente después sonó una detonación y el proyectil entró en mi cerebro, provocando mi casi instantánea salida de este mundo. Casi instantánea, quiero decir, según el informe del forense, porque en realidad duró varios segundos. Sentí un dolor inmenso, indescriptible, podía escuchar claramente los gritos desesperados de mis órganos internos, el estómago, el hígado, los pulmones, el aparato genital, el corazón y su infinita red de arterias, venas y vasos sanguíneos que repetían a la mente, como un disco rayado:
- Ayuda... no puedes abandonarnos así...
Aquellos instantes bastaron para convencerme de que no existe muerte dulce y que, después de tantos males, llega siempre el más grande. Con una consolación, es cierto, la misma de toda enfermedad, pero más precisa e indudable, como la perfecta resignación travestida de perfecta esperanza:
- Pasará... pasará todo...
Después de lo cual me dormí, cayendo sobre la moqueta roja. Si no recuerdo mal, mi último pensamiento fue que iba a mancharla, pero también pensé que sería peor si fuese blanca.
Era alrededor de la medianoche, y dormí hasta la tarde del día después. La noche anterior había tenido este sueño: entraba con mi madre en un edificio largo, una especie de túnel. Aquí la perdía de vista. Poco después, me encontraba con una chica que se metía en la boca mi pene y lo chupaba. Tuve que avisarme ella cuando acabó, porque yo no sentía nada. Me dijo que me limpiase y me dí cuenta de que no me habían circuncidado. Del prepucio colgaba un hilo de moco, lo arranqué y cayó también un pedazo de glande. Tiré hacia atrás del prepucio y vi que el glande se estaba resquebrajando, como una esponja consumida. Recompuse los pedazos como pude y, saliendo, dije a mi madre que debía ir a ver al doctor C. Fuimos inmediatamente, llamé al timbre y vino a abrirnos, brusco y sonriente como de costumbre. Atravesamos habitaciones muy hermosas y después un pequeñísimo jardín donde, en dos chaise-longues, estaban tumbadas la mujer y la hija del doctor C. Miré a la hija, pero no me pareció demasiado guapa. Después pasamos a la consulta y el doctor comenzó a auscultarme con el estetoscopio. Intenté decirle que no estaba enfermo, era sólo mi pene que se descomponía, pero el seguía hablando. Después giré la cabeza y vi que había más gente, y más todavía que estaba llegando. El doctor me dejó, entró por una puerta. Entonces comprendí que el lugar en que me encontraba no era la consulta, sino la entrada de la consulta, y que la camilla sobre la cual estaba tumbado y aquellos pocos muebles de hospital estaban en la esquina de una inmensa plaza que se estaba llenando de gente. Me vestí a toda prisa y salí por un camino lateral, donde dos hombres miraban a los pacientes en espera. Uno dijo, sacudiendo la cabeza:
- Mira ahí... Y pensar que es domingo... Sí, pero el doctor debería abrir la consulta conforme van llegando, no esperar a que se forme esta cola, como en los cines de pueblo que no empezaban la película hasta que la sala estaba llena.
Fui a comer a un restaurante. Me senté en el único sitio libre de una mesa: los otros estaban reservados para una mujer y sus hijos, que de hecho llegaron poco después. En una mesa vecina, ocupada por hombres por lo demás, vi a mi madre y la cosa me pareció natural, como cuando en el cine no se encuentran dos asientos juntos y se sienta uno delante y otro atrás, y se puede ver, pero no es como ver la película juntos.