Thursday, July 15, 2004

Durante el largo sueño que siguió a mi muerte, sin embargo, no tuve sueños de ningún tipo, simplemente dormí, profunda y silenciosamente como un niño o un hombre muy cansado. Si mi madre hubiese podido verme habría dicho, con una tierna sonrisa:
- Qué bien duerme, parece un muerto.
Me despertaron los ruidos del cerrajero forzando la puerta. He dicho que fuí asesinado en una habitación cerrada desde dentro, pero debería haber usado el término casa: si no lo he hecho es porque mi apartamento, en el cuarto piso sin ascensor de un viejo edificio cercano al canal, era lo bastante pequeño como para ser denominado monolocal, aunque estuviera dividido en dos habitaciones. El arquitecto que había dirigido los trabajos de reestructuración, después de la compra, me había propuesto de hecho tirar la única pared divisoria, pero yo lo rechacé diciendo:
- No, me gusta pasar de una habitación a la otra.
Los ruidos me molestaban, me ponían de mal humor. Pensaba que era sábado y que alguien del vecindario se había puesto a trabajar temprano. Me enfurecí y, en el duermevela, planeé salir y agredirlo, pero inmediatamente el sentimiento de culpa hizo que me asustase por estar despierto y que temiese que, abriendo los ojos, le pudiera molestar yo a él.
La puerta estaba blindada y tenía cadena de seguridad. Para abrirla, el cerrajero empleó más de una hora. Escuchaba voces, entre los ruidos, y distinguí las de mi madre, mi padre y el director de mi oficina.
No conseguía razonar bien y por un instante estuve contento de aquella visita, dejé de sentirme sólo.
Después me incorporé para sentarme, abriendo los ojos, y me di cuenta de que estaba sobre el suelo y no tenía consistencia corporal. Mi imagen se superponía en parte a mi cuerpo sin vida. Me levanté y me desgajé completamente, mirándolo con curiosidad. La posición antinatural en la que yacía resaltaba aún más mis imperfecciones, y me avergoncé. Cierto, por lo menos había muerto vestido, porque la vergüenza habría sido insportable si me hubiesen encontrado en calzoncillos y camiseta, pero aun así no era agradable. Intenté colocarme de forma menos grotesca, pero mis manos me atravesaban sin moverme. Comencé entonces a recordar todo y a darme cuenta de que ya no estaba vivo. Comprendí que era sólo mi espíritu, mi alma, lo que fuera de mí que había sobrevivido a la muerte.
Fue una sorpresa divertida: nunca había creído en la vida en el más allá y he aquí que me encontraba estafado, como esos que, al contrario, creen y luego no se despiertan más, y ni siquera se dan cuenta de que todo lo que tenían se desmorona sin desesperación ni esperanza, como mi pene en el sueño.
Descubrí enseguida que no era del todo incorpóreo y, gracias a una báscula de precisión, pude incluso determinar mi peso: tres miligramos. Quizá no era normal: con una buena dieta, probablemente, habría podido bajar a cero.
Mientras el cerrajero accionaba una sierra eléctrica haciendo temblar los muros del viejo edificio, yo, impávido, seguía mirando mi cadáver. La sangre de la frente y la moqueta ya se había coagulado, los ojos estaban entrecerrados y la boca retorcida en una mueca.
Fui al baño y después a la otra habitación, moviéndome lentamente y observando cada objeto, y todo me parecía falto de vida, e inútil, y estúpido, como cuando estaba vivo.
Al mismo tiempo, llegaba a los quioscos la primera edición del periódico local de la tarde. En primera plana un titular recuadrado apuntaba a un artículo en las páginas interiores, que reproduzco aquí en su integridad:
"Cadenas en los tobillos, santos y crucifijos alrededor. Se ha dejado morir así, de sed y de hambre, un ingeniero nuclear, asistente universitario, y lo han encontrado cuarenta días después, deshidratado, momificado, víctima de una situación que está, verdaderamente, más allá de los límites de la realidad. A. O., treinta y ocho años, vecino de vía Anguissola, cercana a la piazza delle Bande Nere, era considerado un estudioso brillante, lo suficiente como para obtener la suplencia a la cátedra de física nuclear. Apreciado como estudioso no tenía sin embargo el mismo éxito en el plano de las relaciones humanas: con los colegas hablaba poco, sobre todo no los frecuentaba fuera de los ambientes de la Universidad. Su existencia estaba hecha de largos silencios, de soledad, de domingos vacíos pasados en casa. Pocas palabras con los tenderos que le vendían la comida que cocinaba para él sólo, algún tímido saludo a los vecinos y nada más. Pasaba por un académico un peco estrafalario (en el texto, poco estaba escrito así, peco) y era precisamente su mente científica la que justificaba a los ojos de los demás sus pequeñas extravagancias, ese aislarse de la sociedad. Y sin embargo A. O. no era estrafalario, simplemente estaba sólo, desesperadamente sólo, y por esta condición sufría. Incluso había intentado construír, tímidamente, una imagen diferente: a un colega de la Universidad le había dicho que tenía novia, pero ahora parece que era una invención fantástica y no una mujer real, una mujer que lo habría podido hacer salir del círculo de la soledad y la desesperación. Hace un año murió su padre, al que estaba profundamente unido, y este episodio lo había empujado todavía más adelante en el camino que conduce fuera del consorcio humano. Le quedaba un hermano con el que se encontraba de vez en cuando, pero también con él había restringido los contactos y, sobre todo, había abolido toda confianza. Si hubiese hablado, si hubiese hecho entender cuánta necesidad de compañía sentía, alguien le habría tendido una mano. Por el contrario, frente a todos, se ha mantenido la imagen del profesor estrafalario, del académico que no habla porque tiene la mente perdida en sus cálculos pero que precisamente por ello es feliz. Hace dos meses había empezado a decir a los colegas:
- Me siento agotado, necesito un descanso. Ya lo he acordado con los frailes, iré a su monasterio para un periodo de retiro espiritual.
A. O. era religioso. Tras la muerte del padre se había refugiado todavía más en la fe y a todos les había parecido natural semejante proyecto. Quizá tenía realmente intención de hacerlo, el retiro espiritual, quizá por el contrario estaba preparando la tapadera para su propósito suicida. Se sabe que pocos días después entró en casa, cerró la puerta, puso en orden todas las cosas y se dirigió al baño. Llevaba consigo una robusta cadena y un candado y comenzó un ritual terrorífico, estremecedor aun al releerlo ahora. Abrió el grifo y, sobre el borde del lavabo, alineó con cuidado algunas imágenes religiosas. Después se acostó sobre el suelo y comenzó a encadenarse los tobillos, fijando después la cadena al bidet y asegurándola con el candado. Desde aquel momento permaneció allí, esperando la muerte. Probablemente habría podido liberarse de haber querido, en los primeros días, arrancando de su sujección la taza del inodoro; también podría haber pedido ayuda. Pero su voluntad de morir fue más fuerte que su instinto de supervivencia. Obstinadamente ha esperado, sin comer ni beber, aun con el agua al alcance de la mano, fluyendo del grifo que él podía tocar. Y al final, cuando quizá hubiera querido salvarse, estaba demasiado débil para hacerlo, no le quedaban fuerzas para liberarse de la cadena ni para pedir ayuda. Días después se había convertido en una momia, se había disecado sin que la muerte descompusiera el cuerpo, transformado en incorruptible. Una muy pobre compensación para aquellos días y aquellas noches de pesadilla, transcurridos luchando entre la voluntad de dejarse morir y esa parte de él que seguramente gritaba de desesperación por el hambre y la sed. En él ha vencido la voluntad sublimada, la que acalla hasta los instintos más naturales y universales. Pero en la base de esta voluntad no había otra cosa que el vacío, la soledad, la falta de amigos. Cuán sólo se encontraba A. O. lo ha atestiguado también su trágico fin. Ha permanecido en el apartamento durante cuarenta días, con el agua que chorreaba del lavabo. Los vecinos escuchaban el gorgoteo, pero no le han hecho demasiado caso: el profesor era muy original, podía haberse olvidado de cerrar el grifo. Durante cuarenta días el ingeniero O. ha estado desaparecido sin que nadie, en la Universidad ni en ningún otro sitio, se preocupase de preguntarse por qué. Cuando lo han buscado, no ha sido difícil encontrarlo. Estaba allí, encadenado, y se había convertido en una momia".