Thursday, July 15, 2004

Me dí cuenta de que podía volar, y eso me animó un poco. Con un pequeño impulso me separaba del suelo y llegaba a dos, tres metros de altura, quedando entonces durante algunos segundos inmóvil en medio del aire y cayendo después fluctuante, lento como una hoja muerta. Divertido, probé y probé como un niño o un astronauta en ausencia de gravedad, y una vez atravesé el techo y me encontré en el desván. No había estado nunca: sólo el guardián del edificio tenía la llave. Una vez, los albañiles que trabajaban en mi casa habían subido hasta allí para controlar la resistencia de la construcción, pero yo no les seguí por un extraño temor. No había nada, sólo polvo y telarañas. Cuando volví abajo, un pequeño rumor se superpuso al estruendo irritante del cerrajero: se había caído el esqueleto de plástico fosforescente que construí años atrás y que había siempre pendido, sujeto por medio de un elástico y un caballete metálico, del estante más alto de la biblioteca. Sus huesos rechinaron y parecieron encogerse hasta hacerle tomar una posición fetal, justo al borde del abismo. Un centímetro más y habría caído exactamente encima de mi cuerpo, como una broma pesada.
Empecé a interrogarme sobre mi nueva condición, haciéndome cada vez más indiferente a las voces de fuera y al destino de mis restos mortales. ¿Qué era yo, un alma? Poco probable, visto que no me encontraba en ninguno de los tres reinos del más allá, ni había visto ninguna luz deslumbrante, ni me sentía más triste o más feliz. Un fantasma, entonces: quizá, pero puedo adelantar que después no encontré ningún colega y que, por mucho que quisiera, no conseguí mover objetos o lanzar alaridos en la noche o aparecer, horrible visión, ante un vivo.
Y aun así, de niño había tenido prueba de la existencia de presencias sobrenaturales. En el pueblo, en la colina, dormía en un cuarto con mi abuela. La única ventana de la habitación daba al corral, donde estaba el "vertedero", esto es, una gran tina de cemento, cubierta por una plancha con una trampilla, donde los vecinos tiraban la basura. Una vez o más a la semana venía un viejo con una carreta tirada por un burro y la vaciaba. Las ruedas de la carreta estaban recubiertas de metal y el ruido que producían sobre los guijarros del corral era inconfundible. Una noche, no recuerdo cuál pero tendría yo séis, siete años, hacia las once, escuché la carreta abajo en el corral y pensé:
- Nada, ya viene a vaciar el vertedero.
La cosa me pareció normal y me dormí tranquilamente. La noche siguiente lo volví a escuchar, y también una noche después. Un día, distraídamente, le dije a mi madre:
- ¿Por qué viene la carreta a vaciar el vertedero todas las noches?
Mi madre dijo que la carreta venía una o dos veces por semana, pero de día. Dijo también, antes que nada:
- ¿Pero qué estás diciendo?
y eso me asustó. Dije que lo oía siempre antes de dormirme, que no había duda, que era aquella carreta, pero mi madre, preocupada por mi salud mental, en vez de profundizar en la discusión, usó su autoridad para hacerme admitir que me había equivocado. No le dije nada más, pero seguí oyendo la carreta, abajo en la oscuridad. Una noche el ruido era tan fuerte que tuve la tentación de llamar a mi madre, de llevarla a mi habitación y decirle:
- Shhh... ¿lo oyes? ¿Lo oyes?
No lo hice por cobardía. En su lugar, desperté a mi abuela y le pregunté si oía algo. Ella, bostezando, respondió:
- ¿Oír? ¿Qué?
La carreta volvió todas las noches, durante años. Si a veces no la oía antes de dormir, me despertaba después en la madrugada y llegaba. Poco a poco empecé a tenerle miedo, y cuando mi familia se trasladó a otro pueblo, en la llanura, me alegré también por esto, porque no la oiría más. La mudanza fue caótica y entusiasta; comenzó por la mañana temprano y a la noche la nueva casa era todavía un lío de muebles y cajas desordenadas. La cena fue como un picnic entre aquellas ruinas que eran el principio y no el fin. Todavía excitado, fui a la cama, leí un poco y apagué la luz. Sólo entonces me vino a la mente la carreta y sonreí, seguro de haberla dejado atrás. El patio de la casa nueva estaba asfaltado, no tenía guijarros y tampoco vertedero. Giré la cabeza en la cama para dormir y un instante después la escuché venir de lejos hasta detenerse debajo de mi ventana, con el estruendo aterrador de sus ruedas. Cerré los ojos en la oscuridad y mi mente explotó.
Después de aquella primera noche no volvió más: la carreta fantasma sólo había querido darme su saludo, decirme adiós.
La puerta se abrió con un chasquido y una verdadera jauría invadió el pequeño apartamento. Entre las miles de voces y frases sin sentido oí a mi madre gritar mi nombre y llorar mientras se agachaba junto a aquel ridículo amasijo de carne y huesos que a ella misma, de haberse mantenido un poco más lúcida, le habría dado horror y vergüenza y risa considerar su hijo. Recordé una vez que me pegó, no sé por qué delito mío, con un bastón, dejándome en las piernas heridas que tardaron semanas en curarse e, infame, sonrió. Recordé, todavía más atrás en el tiempo, una vez que estaba en la cama y había dicho algo que no debía y ella la emprendió a bofetadas conmigo hasta que me golpeó en la ingle y se paralizó, asustada, preguntándome si me había hecho daño.
- No - respondí, sin entender.
¿Qué diferencia había entre aquella y las otras partes del cuerpo? Me lo preguntaba mientras ella se dulcificaba, casi pedía disculpas. Sin saberlo, en aquel momento mi madre me había mostrado todo el sentido de la vida.
Estaba sentado en el borde de la cama deshecha (como descubrí enseguida, aunque no podía tocar nada, tenía la facultad de no atravesar la materia si no lo deseaba, de otra forma habría caído desde el principio más allá del suelo, a través de todos los pisos y todavía más abajo hasta el centro de la tierra, y hacia arriba por el otro lado, hacia arriba en el cielo inverso y al fin ni arriba ni abajo, en el espacio, transformándome en nada en la nada. He leído que el universo en expansión podría en un cierto punto volver sobre sí mismo, comprimirse hasta provocar un nuevo big bang inicial. Pero es más probable que el fin sea éste, de acuerdo con una teoría totalmente opuesta: las galaxias continuarán alejándose, no quedará hidrógeno para formar nuevas estrellas y las viejas se apagarán una a una, esfumándose. Y los átomos de cada cuerpo errante se disgregarán alejándose a su vez los unos de los otros, y así harán también las partículas de cada átomo, los protones se descompondrán en rayos gamma y positrones, los cuales se aniquilarán con los electrones, transformándose en más rayos gamma, hasta que sólo queden radiaciones que nadie captará, cada vez más débiles, y después nada más).
Mi director, quien, pensé, había dado inicio a las operaciones de socorro al ver que faltaba al trabajo (a propósito, el teléfono debía de haber sonado, aquella mañana: ¿cómo que no lo había oído? Sueño pesado, estaba realmente muerto), llamó a la policía y, como buen apasionado de las novelas detectivescas, pidió que nadie tocara nada cuando ya todos habían tocado todo. Casi podía leer sus pensamientos:
- ¡Un delito de habitación cerrada! Un misterio como siempre había soñado. Pero no podré investigar como en las novelas, naturalmente. Lo hará todo la policía y no descubrirán nada, seguro...
Miró mi cuerpo, intentando disimular la excitación:
- Él, él lo sabe todo, él sabe como la fantasía se ha hecho realidad.
Y sin embargo yo no sabía nada de nada, y me dieron ganas de desvelar el enigma de mi muerte, de encontrar a mi asesino.