Friday, July 16, 2004

Domingo 30 de Mayo de 1982

Un acontecimiento francamente curioso de mi vida fue mi muerte. De hecho, ocurrió el día de mi trigésimo cumpleaños, en circunstancias misteriosas. Fui asesinado en una habitación herméticamente cerrada desde el interior. Estaba más o menos en esta posición, escribiendo a máquina, cuando escuché un murmullo a mi espalda. No exactamente, más que un murmullo era el aliento de una presencia, detrás de mí.
Tengo una máquina de escribir electrónica, dotada de memoria. Registra en un disco las palabras que yo compongo en el teclado y a continuación, cuando curso la orden, las transfiere sobre el papel. A veces, no obstante, se bloquea y ocurre, como ahora, que imprime de nuevo una mezcla de frases ya escritas, sin darse cuenta. Su cerebro se confunde, su memoria se traiciona, desvela el engaño, no recuerda sus propios recuerdos.
Me levanté de la cama, atravesé (en el verdadero sentido de la palabra) aquella multitud vociferante y ya tan ajena a mí y anduve hasta la ventana, que alguien había abierto. Estaba a punto de lanzarme fuera, volando, cuando repentinamente se hizo el silencio. Me volví y vi que todos se habían paralizado como estatuas, mi madre todavía arrodillada sosteniendo la cabeza del cadáver, mi padre cubriéndose la cara con las manos, los otros en posiciones diversas y extrañamente armoniosas con el cuadro de conjunto. Duró un instante, después sonó el teléfono y los personajes de la sacra representación volvieron a la vida. Excepto uno, naturalmente.
El teléfono. Cuántas veces había esperado en vano que sonase, y ahora no podía responder. Probablemente era uno de mis amigos que había llamado a la oficina y había sido puesto al corriente de la situación. En el mismo momento oí, quizá el primero, las sirenas todavía lejanas de la policía y la ambulancia.
Salvé un pájaro, una vez. Estaba en el coche, detenido frente a un semáforo. Ví más allá del cruce, sobre el asfalto, un pajarillo que se debatía desesperado y otros que volaban a su alrededor, ellos que sí podían, y se posaban junto a él preguntándole:
- Pero, ¿qué pasa? ¿Qué te ocurre?
Cuando se puso verde arranqué hacia el pajarillo y frené justo delante de él, haciendo escudo con mi coche y bloqueando el tráfico. Salí. El pajarillo aterrorizado se arrastró hacia el bordillo, escondiéndose debajo de un coche aparcado. Tras de mí, que no sabía qué hacer, sonó el claxon de un camión. Me volví y ví que el conductor estaba bajando. Pensaba que me iba a gritar en la cara amenazándome con pegarme y en lugar de eso dijo:
- Es un pajarillo, sí, no puede volar, cojámoslo.
Sin que la larga caravana de coches nos molestase, el hombretón y yo comenzamos la caza del pájaro. Fué él quien lo atrapó, después de acechar largo rato por todos los lados del coche bajo el cuál se había refugiado. Los otros pájaros ya se habían ido. El hombre me dijo:
- Toma, llévatelo a casa y cúralo.
Buscó en un montón de basura una caja que pudiese contenerlo, lo metió dentro y me confió la caja sonriendo y despidiéndose. Llevé el pajarillo a casa de un amigo mío: estaban su mujer y sus hijos, que le hicieron muchas fiestas. En la misma calle había una tienda de animales. Salí con mi caja y le pregunté al dueño, que tenía aire de entender del tema, si el pajarillo sobreviviría. Lo cogió en la mano, comprobó que no tuviese nada roto y dijo:
- Quizá sí.
Le pedí una jaula y la comida adecuada. Él se aprovechó de la situación y me vendió una especie de mansión para águilas. Volví arriba y todos juntos preparamos una papilla de pasto e intentamos hacer comer al pájaro. Lo sujeté en la mano, el corazón le batía rapidísimo, pero pensé que la frecuencia de las pulsaciones de los animales era diferente de la nuestra y que quizá aquello era normal. Después de muchas dudas el pajarillo empezó a comer, señal de que sobreviviría. Lo devolví a la jaula y lo llevé a casa. Puse la jaula sobre el escritorio, junto a la ventana, más o menos en el lugar donde me encontraba ahora. Parecía vivaz y cobraba valor a cada minuto que pasaba. No conseguía tenerse sobre las patas, todavía demasiado frágiles, pero daba pequeños saltos moviendo las alas. Pensé que lo tendría hasta que pudiese volar y entonces lo dejaría libre. Me fui a dormir. El pajarillo piaba de vez en cuando. Me desperté más veces aquella noche, y fui a ver cómo estaba: a veces dormía, más a menudo se movía de un lado a otro de la jaula mientras seguía piando. Quería levantarme muy temprano la mañana siguiente, para darle de comer otra vez, pero me dormí hacia las séis y media, y me desperté sólo a las nueve, cuando el pajarillo estaba ya muerto. Estaba encogido en una esquina de la jaula, con los ojos en blanco. En el cuello tenía dos bultos hinchados y transparentes. Saqué de su caja el exprimidor de zumo y lo llené de paja, sobre la cual acosté al pajarillo. Lo cubrí con más paja para que estuviese caliente. Fui a enterrarlo fuera de la ciudad, en la orilla de uno de los dos canales, cerca del agua y de los árboles. Puse la jaula sobre el estante más alto del armario, donde aún sigue.
Volé.
Había experimentado la misma sensación, simplemente deseándola, de niño. Leía tebeos en los cuales un hombre venido de otro planeta con un sol rojo, gracias al sol amarillo de la tierra, conseguía superpoderes: podía volar, era ultrafuerte, invulnerable y veía a través de los muros con su visión de rayos X. Me habría gustado mucho ser como él. Unas cuantas veces soñé con tener un poder o dos, nunca todos a la vez, e incluso los que tenía eran limitados y no tenía el control completo. Por ejemplo, soñé que tenía visión de rayos X y que daba demostraciones en un auditorio académico mirando dentro de una caja, pero la cosa no me salía con naturalidad, tenía que concentrarme mucho como fingen hacer los ilusionistas, y al final la visión era confusa. Los espectadores estaban igualmente maravillados y entusiastas, pero yo, aunque no lo hacía saber, me sentía un poco defraudado. Más a menudo he soñado con tener un poder del que el protagonista del tebeo carecía: la telekinesis, la capacidad de mover objetos con la sola fuerza del pensamiento. También de este poder daba demostraciones públicas y una vez levanté un sillón.
Ahora volaba, y era muy hermoso. Me bastaban mínimos movimientos para tenerme a flote en el aire venciendo la fuerza de la gravedad de mi escasísimo peso. Aprendí en pocos minutos a dirigir mi vuelo, a planear y virar, a aterrizar y despegar de nuevo.