Sábado 5 de Junio de 1982
He sido, en vida, un psicótico. He hecho cosas raras de las que me avergüenzo y cosas normales de las que me avergüenzo todavía más. De ahora en adelante, como suele decirse, sentaré la cabeza. Por otro lado soy joven, tengo tanto tiempo, tengo toda la muerte por delante.
Una vez, recuerdo, me corté con un cutter. Desinfecté la hoja y mi brazo derecho, poco más abajo del pliegue del codo. Me practiqué dos incisiones veloces, sin sentir dolor. Estiré la piel para hacer salir la sangre y me d¡eron ganas de reír. Era divertido. Pensé que manejando el cutter con la derecha me iría mejor, así que desinfecté el brazo izquierdo y me hice otros nueve cortes. A veces me reía para mis adentros. Después me fui a dormir, sintiéndome feliz. La sangre me manchó la camiseta. Por aquella época llevaba la ropa interior para que la lavara mi madre, pero no podía llevarle aquella camiseta. Me habría hecho preguntas y yo, incapaz de mentir, le habría dicho la verdad. Ella no habría sabido hacer otra cosa que ponerse a llorar, y yo detestaba las cosas inútiles. Llevé la camiseta a una tintorería y la lavaron sin ese detergente especial que mantiene la tela blanca. Cuando mi madre vió la camiseta oscura dijo:
- Pero esta no es la tuya.
Yo dije:
- Eh, ya. Probablemente se han equivocado en la tintorería.
- ¿Cómo que has ido a la tintorería?
- Porque la semana pasada me olvidé de traer a casa algunas cosas, incluída la camiseta.
- Ah. Bueno, devuélvesela, haz que te den la tuya.
No sospechó nada, y yo me sentí como si hubiese conseguido ejecutar el crimen perfecto.
Unos cuantos días después de los primeros cortes me hice otros dos, subiendo el total hasta trece. Buena suerte. Excepto uno, en la palma de la mano izquierda, que habría podido justificar de muchas formas plausibles, los cortes permanecerían escondidos bajo las mangas de la camisa.
El corte decimocuarto me asustó. Había cambiado la hoja del cutter y, por si fuera poco, di un corte mucho más decidido que las veces anteriores. Se abrió una herida bastante profunda, aunque sin llegar a la carne viva, y la sangre manó en abundancia. Parecía una boca, o un sexo femenino. En el temor, pensé que habría podido hundir todavía más la hoja, abrir realmente una vagina en mi brazo que me hubiera convertido en autosuficiente. Y quizá mi semen hubiese generado un hijo, que habría crecido en mi brazo. Todos pensarían en un cáncer y en realidad sería el fruto de mi amor.
Llamé por teléfono a Federico. Lo cogió su mujer, y escuché enseguida los gritos de los gemelos, los gritos de la suegra de Federico, y los de Federico. Cuando su mujer me lo pasó, le dije:
- Hola, Federico, ¿cómo estás?
- Bien no.
- Oye, perdona que te moleste, pero... me he vuelto a cortar, y esta es fea.
- Pero, ¡¿es posible que con todos los problemas que tengo, tenga encima que tener un amigo que se corta, me cago en la puta?!
- No, lo siento, tienes razón. Quería sólo preguntarte una cosa, se me ha acabado el desinfectante y tengo sólo alcohol de ese rosa, del que se usa para lavar cristales. ¿Ese vale?
- Sí, por valer vale, pero sobre la herida abierta quema como el fuego. ¿Quieres venir aquí?
- No, no, perdona. Era sólo para eso. Había acabado el desinfectante y no sabía si el alcohol rosa valía. Has dicho que vale, ¿no?
- Sí, pero quema.
- No importa. Perdona si te he molestado.
- Venga, nos vemos.
El corte siguió escupiendo sangre durante toda la noche. No tenía vendas y me puse algodón liándolo con un pañuelo, sujetando la punta del pañuelo entre los dientes como un cowboy. A la mañana siguiente el algodón se había pegado a la herida. Cuando lo despegué la sangre volvió a fluir. Iba ya con retraso y no podía pararme en una farmacia, pero en el servicio de la oficina había un botiquín de primeros auxilios. Tomé el café con los demás, trabajé durante un cuarto de hora y después fuí al baño. Había desinfectante, gasas y vendas. Me apañé como mejor pude. Después, compré crema cicatrizante y, a sugerencia de otro amigo mío, no cubrí más la herida, para dejar que le diese el aire. Pocos días después se formó la costra y dos semanas después conseguí arrancarla poco a poco, con un cierto placer. Quedó una gran cicatriz, mucho más bonita que las pequeñas.
Alarmado, pensé que mi cuerpo prematuramente difunto habría sido ya desnudado y mi madre habría notado las marcas en el brazo. Pero probablemente no le habría hecho demasiado caso, dado que era todo mi cuerpo una inmensa cicatriz.
Una vez, recuerdo, me corté con un cutter. Desinfecté la hoja y mi brazo derecho, poco más abajo del pliegue del codo. Me practiqué dos incisiones veloces, sin sentir dolor. Estiré la piel para hacer salir la sangre y me d¡eron ganas de reír. Era divertido. Pensé que manejando el cutter con la derecha me iría mejor, así que desinfecté el brazo izquierdo y me hice otros nueve cortes. A veces me reía para mis adentros. Después me fui a dormir, sintiéndome feliz. La sangre me manchó la camiseta. Por aquella época llevaba la ropa interior para que la lavara mi madre, pero no podía llevarle aquella camiseta. Me habría hecho preguntas y yo, incapaz de mentir, le habría dicho la verdad. Ella no habría sabido hacer otra cosa que ponerse a llorar, y yo detestaba las cosas inútiles. Llevé la camiseta a una tintorería y la lavaron sin ese detergente especial que mantiene la tela blanca. Cuando mi madre vió la camiseta oscura dijo:
- Pero esta no es la tuya.
Yo dije:
- Eh, ya. Probablemente se han equivocado en la tintorería.
- ¿Cómo que has ido a la tintorería?
- Porque la semana pasada me olvidé de traer a casa algunas cosas, incluída la camiseta.
- Ah. Bueno, devuélvesela, haz que te den la tuya.
No sospechó nada, y yo me sentí como si hubiese conseguido ejecutar el crimen perfecto.
Unos cuantos días después de los primeros cortes me hice otros dos, subiendo el total hasta trece. Buena suerte. Excepto uno, en la palma de la mano izquierda, que habría podido justificar de muchas formas plausibles, los cortes permanecerían escondidos bajo las mangas de la camisa.
El corte decimocuarto me asustó. Había cambiado la hoja del cutter y, por si fuera poco, di un corte mucho más decidido que las veces anteriores. Se abrió una herida bastante profunda, aunque sin llegar a la carne viva, y la sangre manó en abundancia. Parecía una boca, o un sexo femenino. En el temor, pensé que habría podido hundir todavía más la hoja, abrir realmente una vagina en mi brazo que me hubiera convertido en autosuficiente. Y quizá mi semen hubiese generado un hijo, que habría crecido en mi brazo. Todos pensarían en un cáncer y en realidad sería el fruto de mi amor.
Llamé por teléfono a Federico. Lo cogió su mujer, y escuché enseguida los gritos de los gemelos, los gritos de la suegra de Federico, y los de Federico. Cuando su mujer me lo pasó, le dije:
- Hola, Federico, ¿cómo estás?
- Bien no.
- Oye, perdona que te moleste, pero... me he vuelto a cortar, y esta es fea.
- Pero, ¡¿es posible que con todos los problemas que tengo, tenga encima que tener un amigo que se corta, me cago en la puta?!
- No, lo siento, tienes razón. Quería sólo preguntarte una cosa, se me ha acabado el desinfectante y tengo sólo alcohol de ese rosa, del que se usa para lavar cristales. ¿Ese vale?
- Sí, por valer vale, pero sobre la herida abierta quema como el fuego. ¿Quieres venir aquí?
- No, no, perdona. Era sólo para eso. Había acabado el desinfectante y no sabía si el alcohol rosa valía. Has dicho que vale, ¿no?
- Sí, pero quema.
- No importa. Perdona si te he molestado.
- Venga, nos vemos.
El corte siguió escupiendo sangre durante toda la noche. No tenía vendas y me puse algodón liándolo con un pañuelo, sujetando la punta del pañuelo entre los dientes como un cowboy. A la mañana siguiente el algodón se había pegado a la herida. Cuando lo despegué la sangre volvió a fluir. Iba ya con retraso y no podía pararme en una farmacia, pero en el servicio de la oficina había un botiquín de primeros auxilios. Tomé el café con los demás, trabajé durante un cuarto de hora y después fuí al baño. Había desinfectante, gasas y vendas. Me apañé como mejor pude. Después, compré crema cicatrizante y, a sugerencia de otro amigo mío, no cubrí más la herida, para dejar que le diese el aire. Pocos días después se formó la costra y dos semanas después conseguí arrancarla poco a poco, con un cierto placer. Quedó una gran cicatriz, mucho más bonita que las pequeñas.
Alarmado, pensé que mi cuerpo prematuramente difunto habría sido ya desnudado y mi madre habría notado las marcas en el brazo. Pero probablemente no le habría hecho demasiado caso, dado que era todo mi cuerpo una inmensa cicatriz.
<< Home