Friday, July 16, 2004

Paseaba, a ratos caminando, a ratos volando, por las calles de la ciudad del atardecer. Bajo los limpiaparabrisas de todos los coches de una calle había prendido un trozo de papel de multicopista en el que se leía lo siguiente:
    
Milán, 11/01/1980
 
     Estimado Señor:
 
     Me complace informarle a VD de la publicación de mi primer volumen titulado El inconsciente.
     Se trata de un preciso, claro, despiadado análisis de las condiciones de cada uno de nosotros en la vida de nuestro tiempo.
     Lo completa una introducción de carácter autobiográfico que pretende explicar cuál es el principal objetivo de mi texto; vale decir, descubrir los más recónditos, oscuros, laberínticos mecanismos de la vida en su esencia universal.
 
Todos los folios estaban desgarrados bajo esta última línea. No había nombre del autor ni del eventual editor, ni cualquier otro dato que permitiese encontrar (pagando, se entiende) el volumen.
No hacía, sin darme cuenta, ninguna de las cosas que siempre había soñado con hacer cuando me muriese. Por ejemplo, viajar más allá de los límites del universo para ver que hay.
No me sentía en paz, mucho menos eterna. Tampoco en guerra, por otro lado. No me sentía.
Tenía el recuerdo de un deseo, el de hacer, antes de morir, tantas cosas. Matar a mi padre, a mi madre y a mi tía a golpes de hoz, por ejemplo, o montar por lo menos una vez en avión para vencer el miedo, o resolver el misterio del monstruo del Lago Ness, o estar sólo, en la plaza del Duomo, el día luminoso que el platillo volante aterrizó.
Era, en vida, a ratos inteligentísimo, decididamente por encima de la media, y a ratos idiota, decididamente por debajo. Alternaba momentos en los que estaba a punto de resolver el último teorema de Fermat con periodos en los que miraba el sol, un perro, una hoja de hierba, y me reía.