Tuesday, July 20, 2004

Sábado 12 de Junio de 1982

Descubrí que no podía dormir, que no podría nunca más. Al principio sospeché que fuese la casa, aquella casa, la que me lo impedía, y así volé fuera y fui a acurrucarme en un banco del parque (ya no debía temer a los chorizos). Intenté, como hacía siempre en el pasado, inventar un sueño para dormirme y tener uno de verdad. Soñé que estaba con mis amigos de entonces en el pueblo donde había ido al instituto. Entre ellos estaba Adriano, que después murió de un mal incurable a los diecicocho años. Lo sabía, el médico le había dicho que podía vivir tres o cuatro años más como máximo y él había dicho:
- No me va eso de morir tan joven.
y séis meses después se murió. Estaba allí con los otros, pues, y estábamos todos un poco tristes porque Adriano debía marcharse al servicio militar (los demás, con tejemanejes varios, habíamos conseguido evitarlo). Adriano parecía resignado, pero se notaba que estaba al borde del llanto.
Después, adulto, me encontré con mi madre en otra ciudad. Ella tenía que despachar algunos asuntos y yo quería ir a ver a Adriano en el cuartel. Era un cuartel enorme y, a medida que avanzaba entre los edificios desordenados que lo componían, se transformó en un hospital, un policlínico. Encontré a Adriano, que no me pareció demasiado contento de mi visita. Estaba muy cansado y triste. Dijo que ni siquiera le iba tan mal, que había conseguido hacer el servicio civil como médico, pero que le hacían sudar.
Lo dejé y fui a la pequeña casa de campo que teníamos en aquella ciudad. Mi madre estaba ya allí, y estaban también mis suegros, aunque yo no estuviese casado. Para preparar el equipaje me dieron bolsas de plástico que encontré en un patio de cemento. Cogí dos y dejé en el suelo la tercera, que era enorme y estaba llena de polvo. Llegó mi gata negra (una gata extremadamente agresiva, tanto que cuando no me arañaba tenía el temor de que no estuviese bien). Le gustaba meterse en cualquier envoltorio y en efecto cortó con una uña la bolsa y se metió feliz. Después llegó un tejón, como el que le había mordido la oreja a mi perro veinticinco años atrás. Entre los dos comenzó súbita, velada por el polvo y el plástico, una lucha furiosa, y yo me divertí mirándolos. Creo que los azucé. Mi gata atacó arañando el hocico del tejón, pero éste extrajo garras afiladísimas y desgarró su piel por varios sitios. El último corte que le hizo, del cuello hasta la mitad de la espalda, era profundísimo. Entonces intervine, bloqueando al tejón atrapándolo con el plástico, mientras la gata salía de un pedazo de la bolsa lentamente, arrastrándose con fatiga. Pensé que los animales se las apañan siempre, se curan solos. Sin embargo, me encontraba en un impasse: no me atrevía a matar al tejón aplastándole la cabeza con la rodilla, y no podía dejarlo marchar porque seguramente me habría agredido también a mí. Como no sabía de qué forma resolver la situación, pasé a la escena siguiente del sueño.  Entré en casa. Mi madre estaba haciendo las maletas. Mi suegra paseaba alrededor preparándose una bebida. Mis suegros eran ricos, gente bien. Salí a la terraza y vi tres gatos torturando a mi gata, arañándole en las heridas abiertas, especialmente en la de la espalda. Ella no reaccionaba, parecía resignada y se movía lentamente, muy lentamente. Intervine y los aparté. Acaricié a la gata y ella, cuyo hocico había cambiado para parecerse al de un perrillo recién nacido, me mordisqueó la mano. Sonreí y pensé que empezaba a estar mejor, visto que había recuperado su habitual agresividad. Pero después entendí que lo hacía sólo por el dolor y para decirme adiós, porque se moría, y lloraba.
Afectado, entré en casa y le dije a mi madre que no nos podíamos ir porque tenía que encontrar un veterinario para curar a la gata. Cogí la guía de teléfonos y pasé las páginas, frenético. Mi suegra se burlaba de mí. En las páginas amarillas, extrañamente, no se encontraba la voz "Veterinarios".
- Claro que no está - dijo mi suegra -. No todo el mundo es tan imbécil como tú, para llamar a un veterinario por una bestezuela. Y de todas formas seguro que no vendrían a esta hora.
Me enfurecí y empecé a gritar contra ella, a blasfemar. Ella al principio conservó su actitud risueña pero después, como yo pretendía, se ofendió, por mucho que mi madre intentase poner paz. Llegó también mi suegro, sorprendido, y lo ofendí también a él. Después corrí fuera, volví al hospital.  Debía haber una planta de veterinaria. De hecho, la había, la había visto cuando buscaba a Adriano. Reconocí el pabellón, entré, pero me encontré en un descansillo con escaleras que subían y bajaban. ¿Qué piso? Subí hasta un entresuelo, después bajé una estrechísima escalera de caracol al final de la cual había una consulta con una guapa doctora que, sin embargo, no supo decirme dónde estaba la sección de veterinaria.
En este punto seguía despierto y me di cuenta de que era inútil seguir dejando libre mi mente. Por lo cual resolví a toda prisa el sueño: encontré al veterinario y éste curó a la gata.