Wednesday, September 21, 2005

Anna me parecía guapísima. No como las mujeres normales, me parecía guapísima como las divas del cine. Aquella tarde le tocaba venir a nuestra casa, así que era miércoles. Me traía siempre una revista de Tex cuando venía, yo la esperaba por eso. Porque que era guapa lo pienso ahora, entonces quién sabe.
Mamá me preguntó si quería pan y mermelada. Dije que sí, y con la rebanada de pan con mermelada extendida por encima, salí a la calle. Debía andar cerca de ochenta metros para llegar a la plaza del primer bar. Después giraba a la izquierda y un centenar de metros más abajo estaba el segundo bar. Ví a toda aquella gente y el astronauta parecía llevado a hombros. Sergio sostenía la escalera y su hermano la estaba subiendo. Pensé que ensayaban para las fiestas del pueblo: era todo un juego.
Mauro, en mitad de la escalera, tenía la cintura a la altura del astronauta. Lo tocó como con miedo de que le diera la corriente. Después lo empujó y el cuerpo osciló, cada vez más despacio, como si fuese un péndulo, sólo que no estaba atado a nada por encima. Mauró probó a empujarle por la mitad inferior del cuerpo y sucedió lo mismo, como si esta vez el hilo invisible que lo sujetaba estuviese enganchado al casco o a las botas, horizontal.
- Oh - dijo Mauro.
El astronauta no respondió.
Mauro le tocó la cabeza. Comprendió que el casco estaba abrochado alrededor del cuello e intentó desabrocharlo pero no lo consiguió. Su hermano, abajo, dijo que ya no aguantaba más tiempo sujetando la escalera vertical de aquella forma y Mauro bajó. Dejaron la escalera en el suelo. Entre tanto, habían llegado el párroco y el policía. El párroco no dijo nada. El policía dijo que era fundamental bajarlo de allí, que quizá estaba mal. Un muchacho del Valle Scuropasso que había llegado en moto dijo que quizá era un marciano. Se hablaba mucho de platillos volantes entonces, yo había visto un artículo en el "Domenica del Corriere" pero aquello no me parecía un marciano: no era pequeño ni verde, y probablemente no tenía antenas bajo el casco. Me había caído un poco de mermelada por la mano. Llegaba cada vez más gente. El ingeniero, que había desaparecido durante diez minutos, regresó del bar y dijo que había llamado a los carabinieri del pueblo vecino y también a su primo periodista que trabajaba en el periódico de la provincia. Un muchacho al que le brotaban mechones de barba entre los forúnculos soltó una carcajada soñolienta y le tiró una piedra al astronauta, que se limitó a oscilar.