Thursday, September 15, 2005

Me encontraría a Federico por la calle y, después de unos cuantos minutos, cuando él estuviese ya muy lejos, escucharía en el aire:
- Hola, ¿cómo estás?
Federico habría llegado ya a casa o a donde quiera que fuese antes de oir:
- Bien, gracias, ¿y tú?
No habría necesidad de responder.
Cogí para la ocasión una pistola de la mesita de noche. Las que tenía en el pasillo o, mejor todavía, la que tenía en el salón eran sin duda más potentes, pero no me quedaba valor para moverme.
Por toda la larga, larguísima noche densa, permanecí quieto, de pie, con el oído alerta y la pistola apuntando a la nada. Cuando la luz del amanecer, tres horas y media después de haber amanecido, alcanzó la habitación y toda la casa, miré por todas partes y después llamé a la policía. El comisario Straniero me interrogó exhaustivamente, sospechándome responsable del delito, pero cuando yo apunté a las deficiencias del servicio SOD optó por archivar el caso como homicidio de autor desconocido.
Llegó otra tarde y yo, como me ocurría en vida, estaba triste por no saber qué pensar. Di un vuelo a la capilla ardiente, que estaba finalmente ocupada por su legítimo propietario, mi cadáver. Regresé a la ciudad y fui una vez más a mi casa, a tenderme sobre la cama. Probablemente mis padres venderían aquella casa, y harían bien porque estaba embrujada. Durante los chaparrones fuertes llovía desde el techo del cuarto de baño.
Miré el teléfono. Había tenido una vez una historia de amor con una muchacha que después me había dejado, probablemente por buenos motivos. Paralelamente a esta historia de amor la interminable epopeya judicial entre el Ayuntamiento de Milán (que quería derribar mi cuarto de baño) y yo había alcanzado sus extremos más ásperos. La muchacha me dejó dos días antes de Navidad, y yo me encontré con un puñado de regalos para reciclar. Por fortuna no había comprado camisas de seda, porque las visto en muy raras ocasiones. En Año nuevo llegó el rechazo de mi petición de clemencia por haber construido abusivamente el cuarto de baño (había sido ya condenado a pagar una multa). Dos meses después el teléfono comenzó a sonar. Yo iba a responder, pero colgaban del otro extremo y sospeché que fuese aquella muchacha, que no tenía valor para hablarme y usaba aquella treta para forzarme a llamarla. Pero no podía estar seguro de que fuese realmente ella. Si se hubiera tratado simplemente de un contacto en la linea y yo la hubiese llamado, y le hubiese dicho:
- ¿Eras tú la que llamaba?
y ellá me hubiera respondido:
- No
¿cómo me habría sentido?
Se lo dije a mi amigo Marco.
- ¿Y se fuese ella? - le dije.
Él negó con la cabeza y dijo:
- No, es uno que se equivoca de número.
Un sábado llegó la enésima llamada silenciosa y yo, una hora después, la llamé. Era ella. Quedamos y todo empezó de nuevo. Gocé de las siete maravillas y el cielo se abrió y los ángeles cantaron el Gloria para mí. El sábado siguiente la muchacha me dejó por segunda vez y definitivamente. Yo me emborraché y vomité en el estudio de Federico, que me decía:
- Has tenido suerte. Imagina que te hubiese pasado después de seis meses.
El martes llegó la orden perentoria de demolición del cuarto de baño en el plazo de cuarenta y cinco días. A partir de ahí, cada vez que meaba o cagaba en mi retrete moribundo no podía por menos que pensar en aquella muchacha. A veces me excitaba y debía masturbarme. Decidí dejar que el cuarto de baño fuese demolido. Muchos de mis amigos periodistas me aseguraron su presencia en el acontecimiento, que también sería reseñado por un equipo del telediario. Pero cuando quedaban tres días para que se cumpliera el plazo me apiadé del Ayuntamiento de Milán y me dirigí a un abogado que, en tiempo récord, presentó recurso al jefe de Estado y al Tribunal Administrativo regional.
Había sido uno de mis vecinos del edificio quien me había denunciado a la policía el mismo día que comenzaron las obras (abusivas). Nunca descubrí quién era, pero contratando numerosos indicios concluí que debía de tratarse de una conjura de todos los vecinos. Volviendo a la tarde, después del trabajo, rezaba por que no hubiese nadie en la escalera y brincaba de terror si por casualidad una puerta se abría. Cuando finalmente, superados peligros sin cuento, alcanzaba mi apartamento, me refugiaba dentro y procuraba no hacer ruido, para no molestar a nadie. Solía meterme en la cama casi inmediatamente, a las siete y media o a las ocho. Una vez dije, llorando en la oscuridad todavía incompleta:
- ¿Veis? No hago ningún ruido, ya estoy en la cama. No me hagais daño, os lo ruego.
Aquella misma noche soñé que hordas de zombis asaltaban la casa de mis padres, donde estaba durmiendo. Lentamente destrozaban la puerta y mientras un grupo se ocupaba de devorar a mordiscos a mi padre y mi madre, otro grupo entraba en mi habitación. Yo los mantenía a raya y me tiraba por la ventana del segundo piso, aterrizando sobre un lecho de flores. Me dolía una pierna, pero no estaba rota, o al menos podía no estarlo. El patio estaba totalmente invadido por los zombis, pero conseguí llegar a la calle sin que me mordieran. La calle, toda la ciudad, el mundo entero era presa de los muertos vivientes. No sé cómo, me encontré en Milán, asediado junto a algunos jóvenes en un edificio desconocido que se parecía a la redacción de la editorial donde trabajaba. Era, probablemente, el último baluarte de los vivos murientes. Un zombi consiguió entrar y yo, con una escopeta de caza de cañones recortados, le disparé a la cabeza. Cayó y lo rematé con otro disparo dirigido a la sien. Los muchachos estaban contentos conmigo, pero también vagamente preocupados. Vi después a dos de ellos que, sin decirme nada, estaban ocupados en una extraña operación: estaban vaciando las cápsulas detonantes de armas de juguete y recogían cuidadosamente la pólvora. Comprendí entonces la horrible verdad. No teníamos municiones y yo había desperdiciado dos proyectiles artesanales para matar a un asaltante. Pero los muchachos se portaron bien conmigo, no me lo tuvieron en cuenta. Entre ellos estaba también Pinuccia, que había vuelto de Venezuela. En un momento dado, los muchachos le dieron un hatillo de revistas, y ella se mostró contenta. Era su cumpleaños, y ellos habían corrido el riesgo mortal de salir al quiosco vecino para hacerle aquel pequeño gran regalo. Pero yo no sabía que fuese su cumpleaños, no tenía nada para ella.