Wednesday, September 14, 2005

Nadie sabía dar una explicación fiable a la oscuridad densa. Los diversos tratados sobre el tema describían más que explicar, hablaban de la destrucción de la capa de ozono y de los efectos impredecibles que se derivaban de ello. Alguien, en los periódicos, citaba una vieja novela de ciencia ficción titulada Universo de locos: la oscuridad densa se parecía de forma impresionante a la niebla total.
Aquel, me parece, era el décimo cuarto año de oscuridad densa. Nos habíamos acostumbrado. Sabíamos que el sol salía a las séis, pero no nos sorprendía ya ver su luz a las nueve, si no más tarde.
Una noché de oscuridad densa, es decir, a las tres de la tarde, oí en mi casa el rugido de un oso. Encendí la luz y diez minutos después exploré con la mirada el salón vacío. Me había levantado de la cama y había llegado hasta allí a trompicones a través del pasillo, porque el rugido me parecía venir de allí, pero pensándolo mejor concluí que estaba mucho más próximo, al lado de la cama por el lado opuesto al que dormía yo. Regresé tanteando al cuarto. Antes incluso de que tocase el interruptor, la oscuridad densa, adivinando mis intenciones, había empezado a acosar a la luz, y en la fracción de segundo que duró el movimiento de mi mano había invadido ya el salón en todos sus recovecos. Debía sin embargo marcharse del dormitorio, y reveló al principio un breve brillo, un resplandor. Era el reflejo de la luz más resistente sobre la sangre de mi mujer (o de mi madre, no me acuerdo bien) que empapaba la sábana. El oso la había devorado dejándola reducida a jirones de carne.
Permanecí inmóvil durante largo rato en el umbral, y después decidí escapar. Pero usar el coche era imposible en la oscuridad densa. Incluso parado, los faros empleaban al menos dos minutos en iluminar cinco o séis metros de carretera. En movimiento, podría recorrer dos kilómetros y los séis metros de visibilidad se habrían quedado dos kilómetros atrás.
Y escapar a pie, por otro lado, era como ser ciego. Me podría salir bien quizá hasta el pueblo más cercano, había recorrido esa carretera tantas veces que podía hacerla con los ojos cerrados, pero más allá de ahí no. Telefonear al SOD habría dado el mismo resultado que beberme una ginebra con Coca Cola. De hacía mucho tiempo el teléfono de Socorro Oscuridad Densa daba señal de comunicando, no porque las llamadas fueran muchas sino porque el receptor estaba desconectado. Nadie, por otra parte, lo había lamentado: los peligros eran prácticamente nulos en la oscuridad densa, llamaba únicamente algún niño por miedo a la oscuridad.
Opté por quedarme allí y esperar al oso. No había vuelto a oír el rugido, pero sabía que estaba allí. Lo comparé con la luz y acuñé un neologismo: el silencio denso. Tarde o temprano, también aquello ocurriría.