Tuesday, September 20, 2005

Sábado 26 de junio de 1982

El evento que aconteció una tarde de abril de hace cerca de veinte años en un pueblo llamado Buffalora no tuvo en realidad consecuencias particulares. Se puede decir que no tuvo consecuencias, se puede decir también así.
El sol estaba apenas ligeramente velado, nada más que un poco de niebla, porque aquel pueblo se encontraba y quizá se encuentra todavía en una zona en la que la niebla, pasado el invierno, casi ni se ve, y se llama simplemente neblina. Pero la visibilidad era óptima, ningún peligro de ilusiones ópticas. Y en todo caso, no para tanta gente y durante tanto tiempo.
Un hombre anciano, conocido por todos como "el ingeniero", iba de su casa a uno de los dos bares del pueblo. Había uno en la plaza, en el centro, y otro al fondo de la cuesta, frente a la iglesia. El ingeniero iba al del fondo de la cuesta, frente a la iglesia, a pasitos breves, manteniendo un poco atrás el tronco para equilibrar los avances hacia abajo. De joven la pasaba quizá corriendo, aquella calle, porque es el único modo de pasarla. Pero de viejo, pienso, se encuentra siempre otro modo además del único.
Llegado casi al fondo, más o menos donde, a su derecha, comenzaba el patio de la iglesia, levantó la cabeza y vió un hombre tumbado en el aire, suspendido boca abajo tres metros sobre el asfalto, en medio de la calle. El hombre tenía los brazos extendidos y las piernas ligeramente abiertas, como si flotase en el agua de una piscina, mirando al fondo.
Sin embargo el ingeniero no podía determinar a dónde miraba, porque la cabeza estaba completamente cubierta por un casco con una visera de cristal reflectante. Y el cuerpo estaba envuelto en una especie de pijama que parecía relleno de aire. Los pies calzaban botas plateadas, con gruesas suelas de metal. Llevaba, en resumen, lo que muchos años después todo el mundo habría reconocido como un traje de astronauta.
En aquel momento, el ingeniero no encontró nada mejor con que compararlo que un casco de apicultor. Eso lo dijo después, porque allí al fondo de la cuesta, en la calle desierta, a las cuatro de la tarde, con aquella cosa flotante sobre su cabeza, abrió simplemente la boca, pero no dijo nada.
Trastablillando, llegó al bar. Poco después, había una pequeña multitud mirando al astronauta, que oscilaba dulcemente cuando soplaba un poco de aire.
- Que alguien vaya a buscar una escalera.