Friday, September 09, 2005

Es difícil, para quien nunca la ha experimentado, imaginar cuán aburrida puede ser la muerte. Para matar la eternidad, fui a la policía a ver cómo procedían las indagaciones. No procedían. En aquellos días las fuerzas del orden estaban totalmente empeñadas en la caza de algunos terroristas, a consecuencia de un atentado que había costado la vida a dieciocho personas. Nadie, con seguridad, se habría fijado en aquella necrológica, y nadie habría pensado que pudiera tratarse de una pista.
A grandes saltos, alcancé la ciudad vecina, donde vivían los míos y donde probablemente mi cadáver había sido dispuesto en una capilla ardiente. Suponiendo que la capilla ardiente sería mi habitación de cuando era pequeño, fui directamente allí. En efecto, estaban el ataud y las velas, pero estaban apagadas y el ataud vacío. Me asusté.
Fui al salón, donde mi padre y mi madre estaban sentados, exhaustos. Mi padre había retomado el tabaco y fumaba un cigarrillo tras otro. Escuché el siguiente coloquio:
- ¿Cuánto... cuánto ha costado la caja?
- Quería una cosa simple. He entrado y el empleado de las pompas fúnebres ha empezado a enseñarme una caja diciendo que era estilo no sé qué y que costaba cuatrocientasmil liras. Le he dicho que no me gustaba y él me ha enseñado otra, toda llena de remates de oro y plata: costaba seiscientasmil liras y era de otro estilo. Le he dicho que quería una cosa muy sencilla: "¿No tiene nada más simple?", le pregunté. Él se ha mostrado perplejo y me ha respondido: "Bueno, sí, pero en ese caso superamos el millón"...
Comprendí que los dos hablaban para no pensar y darse ánimos, pero no pude por menos que recordar que el ataud que había visto en la otra habitación era puro estilo imperio. Pensé también que el pronombre personal "yo" era parcial e inadecuado a la curiosa división del mundo en dos sexos. Una mujer debería decir "ya" para distinguirse de un hombre.
Mi padre se levantó.
- ¿Dónde vas?
- Voy a telefonear al hospital de Milán, a ver qué dicen.
- He llamado yo hace poco. Me han dich que se la hacen a las once.
Mi padre se quedó un rato avergonzado, después volvió a sentarse y encendió otro cigarrillo. ¿Le hacen qué? Mi cadáver no estaba en la capilla ardiente... el hospital... ¡la autopsia! Por supuesto, es obligatoria en los casos de muerte violenta. Las once. Tenía poco tiempo para regresar a Milán y encontrar el lugar donde se llevaría a cabo, pero tenía que intentarlo. Por nada del mundo habría querido perderme el espectáculo.
Volé a toda prisa, lleno de esperanza, mientras mi madre decía:
- Ha llamado una amiga suya para darnos el pésame. Me ha dicho el nombre, pero no lo he oído bien.
Veía la tierra correr debajo de mí, los campos, los prados, los árboles. Me sentía feliz.
La autopsia se llevó a cabo en realidad no en un hospital, sino en el Instituto de medicina legal. Cuando llegué, mi cuerpo estaba ya tendido sobre una mesa de acero ligeramente inclinada por la parte de los pies. En mitad de la mesa había un desnivel, una especie de desagüe que acababa en un pequeño recipiente. No desde luego para la sangre que ya no había, sino para los líquidos que un cadáver siempre contiene y conserva por un tiempo, su última lluvia. A través de las piernas, un poco por debajo del pubis, habían apoyado una bandeja de acero, del tipo de las que se usan para desayunar en la cama. Todas las comodidades, pensé. Mi cuerpo estaba totalmente desnudo y aún más blanco de lo que lo recordaba. Toda la vida había huido del sol, pero al menos antes de morir tendría que haberme bronceado un poco.