Saturday, September 10, 2005

Permanecí sólo conmigo mismo por un rato.
- Bonito día, ¿verdad? - dije sonriendo -. Tú gran jefe indio. Tú muerto en día muy bueno para morir. Tú muerto en batalla. Tu ahora cabalga al lado de Kiki Manitú, tu caza bisontes, tu come cosas muy buenas y monta a tu mujer y ríe con ella, arriba en los pastos del cielo.
Entró alguien y, asustado, dejé de hablar, como si alguien hubiese podido oirme. Uno era claramente el médico, el anatónomo-patólogo, un viejecillo simpático de bigotes blancos y escasos cabellos. Llevaba una camisa verde y un delantal de lino. Otros dos eran ayudantes y llevaban sólo el delantal de lino sobre ropas normales (probablemente de trabajo). El anatónomo-patólogo llevaba guantes de goma, para no infectarse. Echó un vistazo al cadáver e hizo una mueca que me pareció de asco. No me resultó demasiado simpático. Un ayudante acercó un carrito lleno de instrumentos a la mesa y el anatónomo-patólogo comenzó. No empezó por el cerebro, sino que hizo el habitual corte ipsilon: con un cuchillo practicó una incisión en los lados exteriores del cuello y desde allí descendió, girando alrededor del ombligo, hasta el pubis. Después introdujo el cuchillo, llamado "cortante", en la incisión y separó la piel tirando de ella al mismo tiempo, como había visto hacer al carnicero taciturno y terrorífico, en el pueblo, cuando mi madre me mandaba a hacer la compra. Diez minutos después la piel pendía de un lado yotro del cadáver como una camisa desabrochada. El anatónomo-patólogo cogió el cuchillo de trinchar que el ayudante le tendía y con el cortó los lados exteriores. La caja torácica se abrió de golpe, como una caja sorpresa. El anatónomo-patólogo cogió un cortante más pequeño y se adentró en mi cuerpo. Poco después levantó como un trofeo el paquete torácico, tráquea y pulmones y otras cosas variadas, y las puso sobre la bandeja de desayuno. Cogió una espátula y comenzó después a raspar los órganos. De ahí extrajo muestras y las examinó en el microscopio. En seguida pasó al abdomen. Todas las vísceras de mi cuerpo se encontraban ahora sobre la bandeja. Cada tanto, el anatónomo-patólogo murmuraba alguna cosa para sí. Al fin, con una sierra eléctrica, después de haber separado mi cuero cabelludo, me abrió el cráneo y extrajo el cerebro. Apartando los otros órganos inoportunos que ocupaban la bandeja, lo puso allí y lo seccionó. Encontró la bala, la cogió con unas pinzas y el ayudante la puso en una bolsita de plástico. El otro ayudante cogió la bolsita y salió. Seccionando el cerebro, el anatónomo-patólogo encontró un sueño extraordinariamente todavía intacto. El sueño era éste:

"Volvía a casa de mis padres, en el pueblo, y empezaba a ordenar mi habitación, que era más pequeña, tenía el suelo de parquet y una gran vidriera que dejaba entrar una gran luz. Casi había acabado de ordenar pero llegó nuestro perro, que normalmente tendría que haber estado encerrado en el cuarto de baño, y antes de que pudiese encerrarlo se puso a girar por todas partes y a toda velocidad, oliendo cada objeto. En una esquina, levantó la pata y orinó varios litros sobre el parquet. Llamé a mamá, y después, enfadado, grité mamá, cerda, pero estaba tan rabioso que los gritos me salían en falsete. El perro seguía meando y yo corrí, encontré a mi madre sentada en el pasillo, bajo el umbral del cuarto de baño abierto. Tenía la cabeza baja, quizá estaba cosiendo. Me pareció llena de rencor, triste y escuálida. Yo estaba fuera de mí y seguía gritando en falsete "cerdo" y cerda, dije:
- Pero, ¿no has oído que te llamaba?
- Sí - dijo ella -, sí, te he oído, pero creía que me llamabas para hablarme de otro de tus éxitos y no quiero oír más, porque cada uno de tus éxitos te aleja más de mí.
Me enfadé todavía más, no tenía palabras para explicar la injusticia y la enormidad de lo que estaba diciendo, conseguí sólo decirle:
- Con esto has puesto la palabra fin, me voy y no volveré más.
Recogí mis cosas y me fui. Pero cuando llegué a la ciudad vagabundeé largo tiempo para no ir a casa, porque tenía miedo y sabía que me encontraría solo. Me entretuve en casa de unos amigos, en las afueras, en un piso pequeño-burgués de uno de esos grandes edificios. Quería tener a alguien cerca. Me quedé allí un poco, luego me fui a una fiesta en una casa de ricos. También estaba mi director. Llegado a un punto, cogió una bandeja con montones de cosas para comer y dijo:
- Yo y Dino nos vamos a dormir.
Eran las dos. Verdaderamente, yo me habría quedado allí, pero lo tomé como una prueba de amistad, como un deseo por su parte de tener un cómplice. Le seguí, y estábamos a punto de entrar en nuestra habitación pero vio a un camarero que llevaba otra bandeja con aperitivos y canapés.
- ¡Oh, los aperitivos! - dijo.
Quería volver a la sala para recogerlos, pero yo había visto de dónde venía el camarero, abrí un armario y encontré la provisión de aperitivos. Él cogió unos cuantos, yo, sin embargo, reparé en los canapés de gelatina y, a escondidas, me comí uno metiéndomelo entero en la boca. Después estaba en nuestra habitación (el director se encontraba probablemente en el servicio) y la observaba: era en realidad un apartamento pequeño pero mucho más grande que el mío. Quizá podría alquilarlo, allí los chorizos no me encontrarían, quizá..."

El sueño, al contacto con el aire, se desintegró en las manos del anatónomo-patólogo, que parecía perplejo. Su trabajo, en todo caso, había terminado. Desordenadamente, devolvieron todos los órganos al interior del cadáver, y el ayudante echaba dentro al tiempo puñados de serrín para que absorbiesen los residuos de humores de forma que no se filtrasen luego hasta la sábana, causando una cierta repugnancia. El anatónomo-patólogo se quitó los guantes y el delantal y se marchó, llevando consigo los numerosos apuntes que había tomado. El ayudante remendó el cadáver con una aguja retorcida de tapicero, después lo lavó con una bomba. El agua sucia se acumulaba en el desnivel y acababa en el recipiente, donde formaba espuma, se arremolinaba y se precipitaba por el desagüe gorgoteando. Mi vistieron, al final, con un traje oscuro, bastante elegante. Fui depositado, con dulzura, en un ataud metálico, y me llevaron de allí.