Friday, September 23, 2005

Estaba allí sobre la cama en la casa oscura y en lugar de moverme, de entrar sin que me viesen en las casas de todos los que conocía para encontrar a mi asesino, pensaba de nuevo en los gamberros y todavía les tenía miedo.
El Gran Terror de los Gamberros empezó, poco a poco, durante mi relación con una muchacha de nombre Amada. Una vez, mientras salíamos juntos a la escalera, me acordé de golpe del "vecino malvado", como lo había llamado Aldo. Me entró una extraña inquietud y aquella velada estuve distraído, siempre con las orejas tiesas. No sabía si Amata se quedaría allí a dormir: si se fuese, a hora tardía, haría ruido y quizá el vecino malvado saldría a protestar. Si en cambio se quedase, al día siguiente debería bajar con ella, afrontando (para defenderla) no a uno sino a todos los vecinos furiosos.
Hicimos el amor y me olvidé de aquellas estupideces, pero después ella (era casi medianoche) quiso que pusiera un disco. Me había comprado un estéreo potentísimo y muy caro, que tenía siempre al mínimo de sus posibilidades para no molestar. Puse el disco a volumen bajísimo y ella quiso que lo subiese. Lo hice, pero el miedo regresó. Debía después regresar a la cama y abrazarla, acariciarla y besarla, y lo hice, pero la música me parecía cada vez más alta y esperaba de un momento a otro que los vecinos golpeasen la pared o el techo del piso de abajo. En el piso de abajo vivía una vieja solterona que desde el primer día me había obsesionado con su terror al agua. Cada vez que salía o entraba, sea antes sea durante sea después de las obras, ella me detenía en las escaleras, o salía y entraba sin llamar, y me ordenaba que tuviese cerradas las ventanas, porque si llovía el agua entraba y pasaba abajo, como había ocurrido una vez con la inquilina anterior. Una vez estaba en casa de mis padres y se desencadenó un temporal tremendo. Las obras en el apartamento habían comenzado y los albañiles habían quitado ventanas y cierres. Pensé, animado además por mi padre, que torrentes de agua se estaban acumulando en mis dos habitaciones y que ahora el agua se filtraba inexorable al piso de abajo, lloviendo sobre la cara furiosa de la vieja. Tuve un ataque de nervios, me grité con mi padre por no sé qué, después cogí el coche (el suyo, porque el mío tenía el limpiaparabrisas roto) y fui a Milán. Había hecho una decena de kilómetros cuando vi un gatito en medio de la carretera. También él me vio y, en lugar de escapar, se aplanó sobre el asfalto. Debía de tener pocos días de vida. No venían coches en sentido contrario y habría podido rebasarlo por la izquierda y marcharme, pero pensé que el gatito acabaría arrollado por los coches que venían tras de mí a velocidad sostenida. Así que frené de golpe frente al gatito, haciendo escudo con mi coche. El coche que venía inmediatamente detrñas de mí me evitó por un pelo y pude ver al conductor con la cara roja, tocando el claxon y gritándome insultos. El gatito, entre tanto, había decidido apartarse al arcén, entre la hierba. Pero no podía dejarlo ahí, saldría de nuevo y su fin sería cuestión de minutos. Bajé e intenté cogerlo, pero él, aterrorizado, me hundió los dientes en un dedo, causándome un dolor intenso. Busqué por el coche y encontré un viejo abrigo. El gatito se había escondido y me costó un poco encontrarlo, pero al final conseguí envolverlo en el abrigo y lo tiré en el coche con cierta violencia, sobre al asiento de atrás. Sonriendo entré en el coche y me puse de nuevo en movimiento. Estaba muy enfadado con el gatito, que era tan estúpido que no se dejaba salvar, y al mismo tiempo estaba orgulloso de haberlo salvado a pesar de todo, y por lo demás el dedo me dolía horrores. Era agosto y había poco tráfico. Llegué a la ciudad media hora después y aparqué frente al edificio, en la calle desierta. Antes de bajar del coche le eché un vistazo al gatito: estaba muerto, ya rígido. Subí, esperando como siempre no encontrar a nadie y, llegado al apartamento, vi que no había entrado ni una gota de agua.