Thursday, September 22, 2005

Quería esperar a que llegasen los carabinieri, pero la mano toda pegotosa me daba agobio y quería ir a contarles la aventura a mis padres, como si fuese yo el que estuviera suspendido allá arriba. Esa tarde había en la tele un espectáculo de variedades. Alguien había entrado en el bar y había puesto una canción en el juke-box. Hacía bastante calor.
Mamá creyó que era una broma, pero vino igualmente. Papá se puso a reir pero dijo que no podía moverse de la oficina en el Ayuntamiento donde vivíamos. Cuando lo vió, mamá abrió los ojos de par en par como en los sueños, cuando soñaba que moriría pronto. Los carabinieri no llegaron. Probablemente también ellos pensaron que era una broma y no tenían a nadie que los llevase de la mano. Me había olvidado de lavármela y me daba cada vez más agobio. Empezaba a oscurecer cuando los últimos se marcharon. Yo ya no estaba allí desde hacía más de un rato, estaba viendo la tele pensando que luego volvería para ver si seguía allí, pero después sería demasiado tarde. Por la tarde, el bar estaba lleno y el dueño del primer bar, el de la plaza, estaba furioso. Los hombres y mujeres de Buffalora miraban el cuerpo suspendido riendo a veces y sacudiendo la cabeza, a través del ventanal que daba a la calle. A parte de las oscilaciones, no se había movido un milímetro.
- Pero, ¿qué hacemos? Es tarde... ¿lo dejamos ahí?
- Diría que no podemos hacer otra cosa, me parece.
El ingeniero, que había sido el primero en verlo y por tanto la mayor autoridad sobre el fenómeno, fue también el último en marcharse el bar. Sergio bajó el cierre tras él. Empezaba a hacer frío. El ingeniero miró al astronauta y ensayó un saludo avergonzado con la cabeza. El astronauta no respondió y pocos minutos después se quedó sólo.
Ocho años después Anna murió.
Se había separado de su marido y había ido a vivir a casa de su madre con el niño, después de vender la farmacia que tenía en el pueblo. Le había dado una embolia que le dejó paralizada la mitad derecha del cuerpo. Cuando hablaba movía sólo la parte izquierda de los labios. Se había vuelto horrible, su hijo ya crecido la odiaba. Un infarto previsto y esperado lo paró el corazón.
Por primera vez me di cuenta de que podía pensar todavía, y recordar. Y pensar que tantas veces había deseado la muerte para detener mi cerebro, para impedirle para siempre que me hiciera daño.