Friday, September 30, 2005

Tiempo después estaba en el apartamento con mi amigo Gianluigi que, como era medio arquitecto, se ocupaba de las obras. Estábamos tomando medidas cuando entró la vecina del piso de abajo sin llamar (la puerta estaba abierta) y me dijo que tuviera cuidado con el agua, porque ya una vez había ocurrido que... Yo me sentía extrañamente fuerte y le dije, seguro de mí:
- No se preocupe, señora. Ya me lo ha dicho.
- No - continuó ella -. Porque una vez la inquilina anterior se dejó el grifo abierto y se fue de vacaciones, y aquello fue un desastre.
- Ya lo creo - dije riendo bruscamente -. ¿Y por eso me ha metido todo este miedo? ¡De esa forma se habría inundado hasta una cámara blindada!
La vecina se mostró ofendida y se marchó. No mucho después de aquello también mi padre le respondió mal, cuando estaba raspando un muro y ella vino a decirle que la luz (que se había ido en todo el barrio) se había ido porque él estaba dando golpes. La vecina nos retiró el saludo a los dos y no volvió a protestar por nada, pero desde luego siguió urdiendo en la sombra.
Amata cerró los ojos y yo, fingiendo ternura, le dije:
- ¿Duermes? Durmamos. Voy a parar el disco.
Ella sonrió sin abrir los ojos y soltó un gemido infantil de placer. Me levanté y apagué el estéreo. Pero a esas alturas, lo sabía, era demasiado tarde: los gamberros se habían apercibido de mi existencia.
Dos noches después, cuando todavía salía con Amata, escuché en el tercer piso, en el rellano opuesto al de la vecina del agua, las voces altas y vulgares de algunos muchachos tras una puerta sin placa. No había más dudas, tenían el típico acento de los gamberros.
Lentamente mi vida se transformó en un infierno. Los gamberros se multiplicaban a ojos vista y me tenían asediado, fuera donde fuese. Al principio pensaba que un gamberro es joven por definición y por tanto no temía a las personas por encima de una cierta edad. Pero se dieron cuenta y encontraron el modo de envejecer (o de poner de su parte a los viejos). Fui seriamente amenazado, una vez, por un gamberro de al menos sesenta años, que me miró por la calle guiñando y balbuciendo palabras vulgares.
Sólo estaba seguro en la oficina o en casa de mis padres en el pueblo (el hábitat de los gamberros estaba limitado a las grandes ciudades). También en mi casa, en parte, después de haber levantado barricadas. Trasladarme de uno a otro de estos oasis se convirtió en una tortura como atravesar el desierto bajo el sol abrasador. Imaginaba mi probable encuentro con los gamberros: ellos empezarían a burlarse de mí, rodeándome. Yo me reiría con ellos, esperando caerles simpático, pero entre nuestras dos especies no había posibilidad de diálogo y de improviso, siempre riendo, su jefe sacaría un machete y me lo hundiría en la barriga, haciéndome abrir la boca. O irrumpirían en mi casa (en este caso gamberros y zombis tenían muchos puntos en común) y se reirían de mis cosas: mi estéreo, mi televisor con vídeo, mis juegos electrónicos y sobre todo mis libros, objetos de otro planeta, destruyéndolo todo mientras yo lloraba. A menudo dormía con un cuchillo sobre la mesita de noche. Las raras ocasiones en las que emergía del agua negra de mi terror, me engañaba pensando que podría hacerles frente y vencerles: con el cuchillo le abría la garganta a uno y con la Magnum 44 disparaba a otro. El proyectil explosivo le abría un agujero enorme en el pecho, rociándome de sangre. Entonces comenzaba mi venganza: los otros, sorprendidos y ahora asustados, intentaban huir, pero yo los masacraba uno a uno, disparando con una escopeta de caza de cañones recortados. Al final, mi casa estaba tapizada de sangre y pedazos de carne y materia gris, y sobre el suelo yacían los cadáveres mutilados de innumerables gamberros y yo, jadeando y cubierto también de sangre, había vencido.
Una semana después, entrando solo en el portal, me crucé con un gamberro jovencísimo que me miró con una sonrisa impasible. En su mirada de retrasado mental leí la horrible verdad: tienes los días contados, pronto vendremos a cogerte. Subí las escaleras temblando y una vez en casa lloré de rabia y de miedo.