Friday, September 30, 2005

Tiempo después estaba en el apartamento con mi amigo Gianluigi que, como era medio arquitecto, se ocupaba de las obras. Estábamos tomando medidas cuando entró la vecina del piso de abajo sin llamar (la puerta estaba abierta) y me dijo que tuviera cuidado con el agua, porque ya una vez había ocurrido que... Yo me sentía extrañamente fuerte y le dije, seguro de mí:
- No se preocupe, señora. Ya me lo ha dicho.
- No - continuó ella -. Porque una vez la inquilina anterior se dejó el grifo abierto y se fue de vacaciones, y aquello fue un desastre.
- Ya lo creo - dije riendo bruscamente -. ¿Y por eso me ha metido todo este miedo? ¡De esa forma se habría inundado hasta una cámara blindada!
La vecina se mostró ofendida y se marchó. No mucho después de aquello también mi padre le respondió mal, cuando estaba raspando un muro y ella vino a decirle que la luz (que se había ido en todo el barrio) se había ido porque él estaba dando golpes. La vecina nos retiró el saludo a los dos y no volvió a protestar por nada, pero desde luego siguió urdiendo en la sombra.
Amata cerró los ojos y yo, fingiendo ternura, le dije:
- ¿Duermes? Durmamos. Voy a parar el disco.
Ella sonrió sin abrir los ojos y soltó un gemido infantil de placer. Me levanté y apagué el estéreo. Pero a esas alturas, lo sabía, era demasiado tarde: los gamberros se habían apercibido de mi existencia.
Dos noches después, cuando todavía salía con Amata, escuché en el tercer piso, en el rellano opuesto al de la vecina del agua, las voces altas y vulgares de algunos muchachos tras una puerta sin placa. No había más dudas, tenían el típico acento de los gamberros.
Lentamente mi vida se transformó en un infierno. Los gamberros se multiplicaban a ojos vista y me tenían asediado, fuera donde fuese. Al principio pensaba que un gamberro es joven por definición y por tanto no temía a las personas por encima de una cierta edad. Pero se dieron cuenta y encontraron el modo de envejecer (o de poner de su parte a los viejos). Fui seriamente amenazado, una vez, por un gamberro de al menos sesenta años, que me miró por la calle guiñando y balbuciendo palabras vulgares.
Sólo estaba seguro en la oficina o en casa de mis padres en el pueblo (el hábitat de los gamberros estaba limitado a las grandes ciudades). También en mi casa, en parte, después de haber levantado barricadas. Trasladarme de uno a otro de estos oasis se convirtió en una tortura como atravesar el desierto bajo el sol abrasador. Imaginaba mi probable encuentro con los gamberros: ellos empezarían a burlarse de mí, rodeándome. Yo me reiría con ellos, esperando caerles simpático, pero entre nuestras dos especies no había posibilidad de diálogo y de improviso, siempre riendo, su jefe sacaría un machete y me lo hundiría en la barriga, haciéndome abrir la boca. O irrumpirían en mi casa (en este caso gamberros y zombis tenían muchos puntos en común) y se reirían de mis cosas: mi estéreo, mi televisor con vídeo, mis juegos electrónicos y sobre todo mis libros, objetos de otro planeta, destruyéndolo todo mientras yo lloraba. A menudo dormía con un cuchillo sobre la mesita de noche. Las raras ocasiones en las que emergía del agua negra de mi terror, me engañaba pensando que podría hacerles frente y vencerles: con el cuchillo le abría la garganta a uno y con la Magnum 44 disparaba a otro. El proyectil explosivo le abría un agujero enorme en el pecho, rociándome de sangre. Entonces comenzaba mi venganza: los otros, sorprendidos y ahora asustados, intentaban huir, pero yo los masacraba uno a uno, disparando con una escopeta de caza de cañones recortados. Al final, mi casa estaba tapizada de sangre y pedazos de carne y materia gris, y sobre el suelo yacían los cadáveres mutilados de innumerables gamberros y yo, jadeando y cubierto también de sangre, había vencido.
Una semana después, entrando solo en el portal, me crucé con un gamberro jovencísimo que me miró con una sonrisa impasible. En su mirada de retrasado mental leí la horrible verdad: tienes los días contados, pronto vendremos a cogerte. Subí las escaleras temblando y una vez en casa lloré de rabia y de miedo.

Friday, September 23, 2005

Estaba allí sobre la cama en la casa oscura y en lugar de moverme, de entrar sin que me viesen en las casas de todos los que conocía para encontrar a mi asesino, pensaba de nuevo en los gamberros y todavía les tenía miedo.
El Gran Terror de los Gamberros empezó, poco a poco, durante mi relación con una muchacha de nombre Amada. Una vez, mientras salíamos juntos a la escalera, me acordé de golpe del "vecino malvado", como lo había llamado Aldo. Me entró una extraña inquietud y aquella velada estuve distraído, siempre con las orejas tiesas. No sabía si Amata se quedaría allí a dormir: si se fuese, a hora tardía, haría ruido y quizá el vecino malvado saldría a protestar. Si en cambio se quedase, al día siguiente debería bajar con ella, afrontando (para defenderla) no a uno sino a todos los vecinos furiosos.
Hicimos el amor y me olvidé de aquellas estupideces, pero después ella (era casi medianoche) quiso que pusiera un disco. Me había comprado un estéreo potentísimo y muy caro, que tenía siempre al mínimo de sus posibilidades para no molestar. Puse el disco a volumen bajísimo y ella quiso que lo subiese. Lo hice, pero el miedo regresó. Debía después regresar a la cama y abrazarla, acariciarla y besarla, y lo hice, pero la música me parecía cada vez más alta y esperaba de un momento a otro que los vecinos golpeasen la pared o el techo del piso de abajo. En el piso de abajo vivía una vieja solterona que desde el primer día me había obsesionado con su terror al agua. Cada vez que salía o entraba, sea antes sea durante sea después de las obras, ella me detenía en las escaleras, o salía y entraba sin llamar, y me ordenaba que tuviese cerradas las ventanas, porque si llovía el agua entraba y pasaba abajo, como había ocurrido una vez con la inquilina anterior. Una vez estaba en casa de mis padres y se desencadenó un temporal tremendo. Las obras en el apartamento habían comenzado y los albañiles habían quitado ventanas y cierres. Pensé, animado además por mi padre, que torrentes de agua se estaban acumulando en mis dos habitaciones y que ahora el agua se filtraba inexorable al piso de abajo, lloviendo sobre la cara furiosa de la vieja. Tuve un ataque de nervios, me grité con mi padre por no sé qué, después cogí el coche (el suyo, porque el mío tenía el limpiaparabrisas roto) y fui a Milán. Había hecho una decena de kilómetros cuando vi un gatito en medio de la carretera. También él me vio y, en lugar de escapar, se aplanó sobre el asfalto. Debía de tener pocos días de vida. No venían coches en sentido contrario y habría podido rebasarlo por la izquierda y marcharme, pero pensé que el gatito acabaría arrollado por los coches que venían tras de mí a velocidad sostenida. Así que frené de golpe frente al gatito, haciendo escudo con mi coche. El coche que venía inmediatamente detrñas de mí me evitó por un pelo y pude ver al conductor con la cara roja, tocando el claxon y gritándome insultos. El gatito, entre tanto, había decidido apartarse al arcén, entre la hierba. Pero no podía dejarlo ahí, saldría de nuevo y su fin sería cuestión de minutos. Bajé e intenté cogerlo, pero él, aterrorizado, me hundió los dientes en un dedo, causándome un dolor intenso. Busqué por el coche y encontré un viejo abrigo. El gatito se había escondido y me costó un poco encontrarlo, pero al final conseguí envolverlo en el abrigo y lo tiré en el coche con cierta violencia, sobre al asiento de atrás. Sonriendo entré en el coche y me puse de nuevo en movimiento. Estaba muy enfadado con el gatito, que era tan estúpido que no se dejaba salvar, y al mismo tiempo estaba orgulloso de haberlo salvado a pesar de todo, y por lo demás el dedo me dolía horrores. Era agosto y había poco tráfico. Llegué a la ciudad media hora después y aparqué frente al edificio, en la calle desierta. Antes de bajar del coche le eché un vistazo al gatito: estaba muerto, ya rígido. Subí, esperando como siempre no encontrar a nadie y, llegado al apartamento, vi que no había entrado ni una gota de agua.

Thursday, September 22, 2005

Quería esperar a que llegasen los carabinieri, pero la mano toda pegotosa me daba agobio y quería ir a contarles la aventura a mis padres, como si fuese yo el que estuviera suspendido allá arriba. Esa tarde había en la tele un espectáculo de variedades. Alguien había entrado en el bar y había puesto una canción en el juke-box. Hacía bastante calor.
Mamá creyó que era una broma, pero vino igualmente. Papá se puso a reir pero dijo que no podía moverse de la oficina en el Ayuntamiento donde vivíamos. Cuando lo vió, mamá abrió los ojos de par en par como en los sueños, cuando soñaba que moriría pronto. Los carabinieri no llegaron. Probablemente también ellos pensaron que era una broma y no tenían a nadie que los llevase de la mano. Me había olvidado de lavármela y me daba cada vez más agobio. Empezaba a oscurecer cuando los últimos se marcharon. Yo ya no estaba allí desde hacía más de un rato, estaba viendo la tele pensando que luego volvería para ver si seguía allí, pero después sería demasiado tarde. Por la tarde, el bar estaba lleno y el dueño del primer bar, el de la plaza, estaba furioso. Los hombres y mujeres de Buffalora miraban el cuerpo suspendido riendo a veces y sacudiendo la cabeza, a través del ventanal que daba a la calle. A parte de las oscilaciones, no se había movido un milímetro.
- Pero, ¿qué hacemos? Es tarde... ¿lo dejamos ahí?
- Diría que no podemos hacer otra cosa, me parece.
El ingeniero, que había sido el primero en verlo y por tanto la mayor autoridad sobre el fenómeno, fue también el último en marcharse el bar. Sergio bajó el cierre tras él. Empezaba a hacer frío. El ingeniero miró al astronauta y ensayó un saludo avergonzado con la cabeza. El astronauta no respondió y pocos minutos después se quedó sólo.
Ocho años después Anna murió.
Se había separado de su marido y había ido a vivir a casa de su madre con el niño, después de vender la farmacia que tenía en el pueblo. Le había dado una embolia que le dejó paralizada la mitad derecha del cuerpo. Cuando hablaba movía sólo la parte izquierda de los labios. Se había vuelto horrible, su hijo ya crecido la odiaba. Un infarto previsto y esperado lo paró el corazón.
Por primera vez me di cuenta de que podía pensar todavía, y recordar. Y pensar que tantas veces había deseado la muerte para detener mi cerebro, para impedirle para siempre que me hiciera daño.

Wednesday, September 21, 2005

Anna me parecía guapísima. No como las mujeres normales, me parecía guapísima como las divas del cine. Aquella tarde le tocaba venir a nuestra casa, así que era miércoles. Me traía siempre una revista de Tex cuando venía, yo la esperaba por eso. Porque que era guapa lo pienso ahora, entonces quién sabe.
Mamá me preguntó si quería pan y mermelada. Dije que sí, y con la rebanada de pan con mermelada extendida por encima, salí a la calle. Debía andar cerca de ochenta metros para llegar a la plaza del primer bar. Después giraba a la izquierda y un centenar de metros más abajo estaba el segundo bar. Ví a toda aquella gente y el astronauta parecía llevado a hombros. Sergio sostenía la escalera y su hermano la estaba subiendo. Pensé que ensayaban para las fiestas del pueblo: era todo un juego.
Mauro, en mitad de la escalera, tenía la cintura a la altura del astronauta. Lo tocó como con miedo de que le diera la corriente. Después lo empujó y el cuerpo osciló, cada vez más despacio, como si fuese un péndulo, sólo que no estaba atado a nada por encima. Mauró probó a empujarle por la mitad inferior del cuerpo y sucedió lo mismo, como si esta vez el hilo invisible que lo sujetaba estuviese enganchado al casco o a las botas, horizontal.
- Oh - dijo Mauro.
El astronauta no respondió.
Mauro le tocó la cabeza. Comprendió que el casco estaba abrochado alrededor del cuello e intentó desabrocharlo pero no lo consiguió. Su hermano, abajo, dijo que ya no aguantaba más tiempo sujetando la escalera vertical de aquella forma y Mauro bajó. Dejaron la escalera en el suelo. Entre tanto, habían llegado el párroco y el policía. El párroco no dijo nada. El policía dijo que era fundamental bajarlo de allí, que quizá estaba mal. Un muchacho del Valle Scuropasso que había llegado en moto dijo que quizá era un marciano. Se hablaba mucho de platillos volantes entonces, yo había visto un artículo en el "Domenica del Corriere" pero aquello no me parecía un marciano: no era pequeño ni verde, y probablemente no tenía antenas bajo el casco. Me había caído un poco de mermelada por la mano. Llegaba cada vez más gente. El ingeniero, que había desaparecido durante diez minutos, regresó del bar y dijo que había llamado a los carabinieri del pueblo vecino y también a su primo periodista que trabajaba en el periódico de la provincia. Un muchacho al que le brotaban mechones de barba entre los forúnculos soltó una carcajada soñolienta y le tiró una piedra al astronauta, que se limitó a oscilar.

Tuesday, September 20, 2005

Sábado 26 de junio de 1982

El evento que aconteció una tarde de abril de hace cerca de veinte años en un pueblo llamado Buffalora no tuvo en realidad consecuencias particulares. Se puede decir que no tuvo consecuencias, se puede decir también así.
El sol estaba apenas ligeramente velado, nada más que un poco de niebla, porque aquel pueblo se encontraba y quizá se encuentra todavía en una zona en la que la niebla, pasado el invierno, casi ni se ve, y se llama simplemente neblina. Pero la visibilidad era óptima, ningún peligro de ilusiones ópticas. Y en todo caso, no para tanta gente y durante tanto tiempo.
Un hombre anciano, conocido por todos como "el ingeniero", iba de su casa a uno de los dos bares del pueblo. Había uno en la plaza, en el centro, y otro al fondo de la cuesta, frente a la iglesia. El ingeniero iba al del fondo de la cuesta, frente a la iglesia, a pasitos breves, manteniendo un poco atrás el tronco para equilibrar los avances hacia abajo. De joven la pasaba quizá corriendo, aquella calle, porque es el único modo de pasarla. Pero de viejo, pienso, se encuentra siempre otro modo además del único.
Llegado casi al fondo, más o menos donde, a su derecha, comenzaba el patio de la iglesia, levantó la cabeza y vió un hombre tumbado en el aire, suspendido boca abajo tres metros sobre el asfalto, en medio de la calle. El hombre tenía los brazos extendidos y las piernas ligeramente abiertas, como si flotase en el agua de una piscina, mirando al fondo.
Sin embargo el ingeniero no podía determinar a dónde miraba, porque la cabeza estaba completamente cubierta por un casco con una visera de cristal reflectante. Y el cuerpo estaba envuelto en una especie de pijama que parecía relleno de aire. Los pies calzaban botas plateadas, con gruesas suelas de metal. Llevaba, en resumen, lo que muchos años después todo el mundo habría reconocido como un traje de astronauta.
En aquel momento, el ingeniero no encontró nada mejor con que compararlo que un casco de apicultor. Eso lo dijo después, porque allí al fondo de la cuesta, en la calle desierta, a las cuatro de la tarde, con aquella cosa flotante sobre su cabeza, abrió simplemente la boca, pero no dijo nada.
Trastablillando, llegó al bar. Poco después, había una pequeña multitud mirando al astronauta, que oscilaba dulcemente cuando soplaba un poco de aire.
- Que alguien vaya a buscar una escalera.
Obtuve el Nobel de Física gracias a mis estudios sobre la oscuridad densa, y el de Literatura gracias a los libros que todavía estaban por escribir. En el campo de la ciencia, aunque los medios se hiciesen eco, mi juventud no era una cosa extraordinaria. En 1915, con veinticinco años, William Lawrence Bragg, inglés, tuvo el mismo reconocimiento por la Física junto a su padre William Henry Bragg, por sus estudios sobre la estructura de los cristales. Tanto Bragg como Theodore William Richards, que se llevó el premio de Química en 1914, habían completado sus trabajos a la edad de veintitrés años. Por la literatura, sin embargo, gané de largo a Joseph Rudyard Kipling, hasta entonces el premio Nobel más joven, habiéndole sido concedido en 1907 a la edad de cuarenta y un años. La única persona que había conseguido, anteriormente, ganar dos premios Nobel era el doctor Linus Carl Pauling, de Química en 1954 y de la Paz en 1962. También Marie Curie y John Bardeen obtuvieron dos premios, pero compartiéndolos al menos una vez con otros vencedores.
El periodo más largo de coma profundo lo vivió Elaine Esposito (nacida el 3 de diciembre de 1934), de Jarpon Springs, Florida, Estados Unidos. La niña, operada de apendicitis el 6 de agosto de 1941 a la edad de seis años, no volvió en sí y murió el 25 de noviembre de 1978, con cuarenta y tres años y trescientos cincuenta y siete días, después de un coma de treinta y siete años y ciento once días.
Las pulsaciones normales de un adulto de sexo masculino en reposo tienen una frecuencia de entre setenta y setenta y dos por minuto y de entre setenta y ocho y ochenta y dos en un adulto de sexo femenino. Las pulsaciones alcanzan o superan las doscientas por minuto durante esfuerzos violentos, y pueden descender a doce en casos extremos.
La mía era una generación que moría. A intervalos casi regulares leía en los periódicos que alguien que conocía, a menudo compañeros de instituto, habían muerto por drogas o en un tiroteo con la policía, o suicidados con los métodos más estrambóticos. Uno en particular quería dárselas de rompecorazones, como en las novelas del siglo XVIII, y por ello masacró a golpes de martillo, después de haberla violado, a su madre en abril de 1978. Expiró en la cárcel, antes del juicio, sin que los perplejos médicos pudiesen hacer nada.
Me olvidaba: entre las cosas que quería hacer antes de morir también estaba ésta: atravesar un agujero negro. ¿Qué habría visto? ¿Qué habría ocurrido? Lo contaré en otra ocasión. Ahora es tarde, Die sieben Worte - Lukas Passion de Heinrich Schütz ha llegado casi al final de la primera parte, el sábado está a punto de marcharse y yo estoy cansado.

Monday, September 19, 2005

Muchos meses después, cuando mis necesidades fisiológicas regresaron a la normalidad y ya no pensaba casi en aquella muchacha, sonó el teléfono y fui a responder. Del otro lado colgaron. Podían ser ladrones o gamberros controlando si estaba en casa, y me quedé preocupado. Pero poco después pensé que quizá fuera ella, aunque sabía que no era así. Cogí un papel y escribí: "Quienquiera que seas, gracias".
Al día siguiente compré un semanal en el que aparecía el siguiente artículo: "Un embarazo regular, un parto fácil y un precioso niño de tres kilos y medio. Los ginecólogos del hospital de Boston no habían visto muchas maternidades tan bien conseguidas. Después, de improviso, el descubrimiento. En la parte trasera del recién nacido, a la altura del coxis, un centímetro y medio a la derecha de la columna vertebral, despuntaba una extraña excrecencia carnosa: un apéndice de más de cinco centímetros de largo, de consistencia fibrosa y recubierto de tejido epidérmico normal. En resumen, una cola. En menos de una semana la noticia de que en Boston había nacido un niño con cola ha dado la vuelta al mundo, conquistando a menudo la primera plana de los periódicos, causando estupor y repulsión por doquier. Pero la reacción, han comentado los científicos, ha sido desproporcionada. Malformaciones de este tipo, aunque raras, se han estudiado muchas. Y ni siquiera son graves: al niño de Boston le quitaron la cola al día siguiente con una pequeña operación quirúrgica sin la menor consecuencia".
Pero sí había una consecuencia. Cuando el niño se hiciese mayor se enteraría de que había nacido con cola, y probablemente denunciaría al hospital de Boston por habérsela quitado.
A mi amigo Marco, medico e investigador científico para una compañía farmacéutica, le enseñé las fotos de algunos monstruos. Él dijo:
- Son imágenes de hace muchos años. Hoy los mataríamos.
- ¿Quieres decir que los mataríais cuando nacieran? - pregunté yo.
- No - dijo -. Les impediríamos nacer.

Thursday, September 15, 2005

Me encontraría a Federico por la calle y, después de unos cuantos minutos, cuando él estuviese ya muy lejos, escucharía en el aire:
- Hola, ¿cómo estás?
Federico habría llegado ya a casa o a donde quiera que fuese antes de oir:
- Bien, gracias, ¿y tú?
No habría necesidad de responder.
Cogí para la ocasión una pistola de la mesita de noche. Las que tenía en el pasillo o, mejor todavía, la que tenía en el salón eran sin duda más potentes, pero no me quedaba valor para moverme.
Por toda la larga, larguísima noche densa, permanecí quieto, de pie, con el oído alerta y la pistola apuntando a la nada. Cuando la luz del amanecer, tres horas y media después de haber amanecido, alcanzó la habitación y toda la casa, miré por todas partes y después llamé a la policía. El comisario Straniero me interrogó exhaustivamente, sospechándome responsable del delito, pero cuando yo apunté a las deficiencias del servicio SOD optó por archivar el caso como homicidio de autor desconocido.
Llegó otra tarde y yo, como me ocurría en vida, estaba triste por no saber qué pensar. Di un vuelo a la capilla ardiente, que estaba finalmente ocupada por su legítimo propietario, mi cadáver. Regresé a la ciudad y fui una vez más a mi casa, a tenderme sobre la cama. Probablemente mis padres venderían aquella casa, y harían bien porque estaba embrujada. Durante los chaparrones fuertes llovía desde el techo del cuarto de baño.
Miré el teléfono. Había tenido una vez una historia de amor con una muchacha que después me había dejado, probablemente por buenos motivos. Paralelamente a esta historia de amor la interminable epopeya judicial entre el Ayuntamiento de Milán (que quería derribar mi cuarto de baño) y yo había alcanzado sus extremos más ásperos. La muchacha me dejó dos días antes de Navidad, y yo me encontré con un puñado de regalos para reciclar. Por fortuna no había comprado camisas de seda, porque las visto en muy raras ocasiones. En Año nuevo llegó el rechazo de mi petición de clemencia por haber construido abusivamente el cuarto de baño (había sido ya condenado a pagar una multa). Dos meses después el teléfono comenzó a sonar. Yo iba a responder, pero colgaban del otro extremo y sospeché que fuese aquella muchacha, que no tenía valor para hablarme y usaba aquella treta para forzarme a llamarla. Pero no podía estar seguro de que fuese realmente ella. Si se hubiera tratado simplemente de un contacto en la linea y yo la hubiese llamado, y le hubiese dicho:
- ¿Eras tú la que llamaba?
y ellá me hubiera respondido:
- No
¿cómo me habría sentido?
Se lo dije a mi amigo Marco.
- ¿Y se fuese ella? - le dije.
Él negó con la cabeza y dijo:
- No, es uno que se equivoca de número.
Un sábado llegó la enésima llamada silenciosa y yo, una hora después, la llamé. Era ella. Quedamos y todo empezó de nuevo. Gocé de las siete maravillas y el cielo se abrió y los ángeles cantaron el Gloria para mí. El sábado siguiente la muchacha me dejó por segunda vez y definitivamente. Yo me emborraché y vomité en el estudio de Federico, que me decía:
- Has tenido suerte. Imagina que te hubiese pasado después de seis meses.
El martes llegó la orden perentoria de demolición del cuarto de baño en el plazo de cuarenta y cinco días. A partir de ahí, cada vez que meaba o cagaba en mi retrete moribundo no podía por menos que pensar en aquella muchacha. A veces me excitaba y debía masturbarme. Decidí dejar que el cuarto de baño fuese demolido. Muchos de mis amigos periodistas me aseguraron su presencia en el acontecimiento, que también sería reseñado por un equipo del telediario. Pero cuando quedaban tres días para que se cumpliera el plazo me apiadé del Ayuntamiento de Milán y me dirigí a un abogado que, en tiempo récord, presentó recurso al jefe de Estado y al Tribunal Administrativo regional.
Había sido uno de mis vecinos del edificio quien me había denunciado a la policía el mismo día que comenzaron las obras (abusivas). Nunca descubrí quién era, pero contratando numerosos indicios concluí que debía de tratarse de una conjura de todos los vecinos. Volviendo a la tarde, después del trabajo, rezaba por que no hubiese nadie en la escalera y brincaba de terror si por casualidad una puerta se abría. Cuando finalmente, superados peligros sin cuento, alcanzaba mi apartamento, me refugiaba dentro y procuraba no hacer ruido, para no molestar a nadie. Solía meterme en la cama casi inmediatamente, a las siete y media o a las ocho. Una vez dije, llorando en la oscuridad todavía incompleta:
- ¿Veis? No hago ningún ruido, ya estoy en la cama. No me hagais daño, os lo ruego.
Aquella misma noche soñé que hordas de zombis asaltaban la casa de mis padres, donde estaba durmiendo. Lentamente destrozaban la puerta y mientras un grupo se ocupaba de devorar a mordiscos a mi padre y mi madre, otro grupo entraba en mi habitación. Yo los mantenía a raya y me tiraba por la ventana del segundo piso, aterrizando sobre un lecho de flores. Me dolía una pierna, pero no estaba rota, o al menos podía no estarlo. El patio estaba totalmente invadido por los zombis, pero conseguí llegar a la calle sin que me mordieran. La calle, toda la ciudad, el mundo entero era presa de los muertos vivientes. No sé cómo, me encontré en Milán, asediado junto a algunos jóvenes en un edificio desconocido que se parecía a la redacción de la editorial donde trabajaba. Era, probablemente, el último baluarte de los vivos murientes. Un zombi consiguió entrar y yo, con una escopeta de caza de cañones recortados, le disparé a la cabeza. Cayó y lo rematé con otro disparo dirigido a la sien. Los muchachos estaban contentos conmigo, pero también vagamente preocupados. Vi después a dos de ellos que, sin decirme nada, estaban ocupados en una extraña operación: estaban vaciando las cápsulas detonantes de armas de juguete y recogían cuidadosamente la pólvora. Comprendí entonces la horrible verdad. No teníamos municiones y yo había desperdiciado dos proyectiles artesanales para matar a un asaltante. Pero los muchachos se portaron bien conmigo, no me lo tuvieron en cuenta. Entre ellos estaba también Pinuccia, que había vuelto de Venezuela. En un momento dado, los muchachos le dieron un hatillo de revistas, y ella se mostró contenta. Era su cumpleaños, y ellos habían corrido el riesgo mortal de salir al quiosco vecino para hacerle aquel pequeño gran regalo. Pero yo no sabía que fuese su cumpleaños, no tenía nada para ella.

Wednesday, September 14, 2005

Nadie sabía dar una explicación fiable a la oscuridad densa. Los diversos tratados sobre el tema describían más que explicar, hablaban de la destrucción de la capa de ozono y de los efectos impredecibles que se derivaban de ello. Alguien, en los periódicos, citaba una vieja novela de ciencia ficción titulada Universo de locos: la oscuridad densa se parecía de forma impresionante a la niebla total.
Aquel, me parece, era el décimo cuarto año de oscuridad densa. Nos habíamos acostumbrado. Sabíamos que el sol salía a las séis, pero no nos sorprendía ya ver su luz a las nueve, si no más tarde.
Una noché de oscuridad densa, es decir, a las tres de la tarde, oí en mi casa el rugido de un oso. Encendí la luz y diez minutos después exploré con la mirada el salón vacío. Me había levantado de la cama y había llegado hasta allí a trompicones a través del pasillo, porque el rugido me parecía venir de allí, pero pensándolo mejor concluí que estaba mucho más próximo, al lado de la cama por el lado opuesto al que dormía yo. Regresé tanteando al cuarto. Antes incluso de que tocase el interruptor, la oscuridad densa, adivinando mis intenciones, había empezado a acosar a la luz, y en la fracción de segundo que duró el movimiento de mi mano había invadido ya el salón en todos sus recovecos. Debía sin embargo marcharse del dormitorio, y reveló al principio un breve brillo, un resplandor. Era el reflejo de la luz más resistente sobre la sangre de mi mujer (o de mi madre, no me acuerdo bien) que empapaba la sábana. El oso la había devorado dejándola reducida a jirones de carne.
Permanecí inmóvil durante largo rato en el umbral, y después decidí escapar. Pero usar el coche era imposible en la oscuridad densa. Incluso parado, los faros empleaban al menos dos minutos en iluminar cinco o séis metros de carretera. En movimiento, podría recorrer dos kilómetros y los séis metros de visibilidad se habrían quedado dos kilómetros atrás.
Y escapar a pie, por otro lado, era como ser ciego. Me podría salir bien quizá hasta el pueblo más cercano, había recorrido esa carretera tantas veces que podía hacerla con los ojos cerrados, pero más allá de ahí no. Telefonear al SOD habría dado el mismo resultado que beberme una ginebra con Coca Cola. De hacía mucho tiempo el teléfono de Socorro Oscuridad Densa daba señal de comunicando, no porque las llamadas fueran muchas sino porque el receptor estaba desconectado. Nadie, por otra parte, lo había lamentado: los peligros eran prácticamente nulos en la oscuridad densa, llamaba únicamente algún niño por miedo a la oscuridad.
Opté por quedarme allí y esperar al oso. No había vuelto a oír el rugido, pero sabía que estaba allí. Lo comparé con la luz y acuñé un neologismo: el silencio denso. Tarde o temprano, también aquello ocurriría.

Tuesday, September 13, 2005

Sábado 19 de junio de 1982

Gané el Nobel de física en 1977, a la edad de veinticuatro años, y el de literatura en el 79, con veintiséis.
Cuando volví de Estocolmo la primera vez salí de la estación de la pequeña ciudad de provincias en la que todavía vivía con mis padres. Me sentía, naturalmente, muy alegre, y no cogí un taxi, prefieriendo ir a pie. Por la calle había mucha gente que se reía de mí.
Penetré en la oscuridad, enfurecido.
(Pausa)
Nos movíamos en la oscuridad absoluta.
- ¿Me oyes?
- Oigo tu voz, pero no te oigo a tí. Una respuesta más simple habría sido: sí, te oigo.
Eso era lo bueno, la oscuridad éramos nosotros.
Cuando entramos en la casa y ella apretó el interruptor, la luz como siempre pareció llegar de un lugar muy lejano. La oscuridad densa ralentizaba su velocidad, asesinaba a Einstein. La bombilla desnuda que pendía del techo en mitad de la habitación era una estrella lejana, Casiopea.
La oscuridad densa opuso resistencia, pero sus últimas hebras salieron por la ventana diez minutos después. De haber tenido una bombilla de cien watios en lugar de cuarenta nos habría llevado mucho menos, entre tres y cuatro minutos. Mi recuerdo de aquella noche, mi recuerdo confuso, tiene cuarenta watios: se va lento, pero se va.

Monday, September 12, 2005

Ahora que tenía tiempo, tanto tiempo para leer, no podía ni tocar un libro.
Aquella casa. Aquella casa me había odiado siempre, como yo la había odiado a ella. Había entendido de inmediato, aquel día de lluvia que la vi junto al untuoso agente inmobiliario y mi padre, que era una casa embrujada. El apartamento estaba en condiciones horribles, pero mi padre dijo que era bonito y que estaría perfecto con unas pocas reformas. Dos días después firmé el contrato. En posesión de las llaves, olvidé mi mala impresión inicial y, contento, fuí a verla de nuevo en compañía de mi amigo Aldo. Recordaba perfectamente la calle y el número: 3. Pero el portal del número 3 me parecía más gastado, y la llave no entraba. Fui presa del pánico, mientras Aldo reía y me decía que probablemente me había equivocado de número. No era posible. Sospeché que se tratase de un timo, y quería telefonear inmediatamente a la agencia. Probablemente me respondería, como en los relatos de misterio, una perpleja voz de mujer:
- ¿Agencia inmobiliaria? No entiendo. Esto es, desde hace veinte años, una floristería...
El bar, en la misma calle, estaba demasiado lejos y tenía miedo de que fuese frecuentado por gamberros. Entré en la droguería vecina al número 3 y pregunté al propietario si me permitía telefonear. Me miró con extrañeza, pero consintió. Nadie respondía en el número de la agencia. Me di ánimos, dado que no tenía nada que perder, y le dije al de la droguería:
- Perdone, he comprado un apartamento en el número 3 de esta calle y tengo aquí las llaves, pero ninguna abre el portal.
- El portal del número 3 está cerrado - respondió -, no hay nada allí - y yo me sentí desvanecer.
- No es posible, yo he entrado, he visto el apartamento...
- El 3 está cerrado. Siempre ha estado cerrado - repitió.
Aldo me miraba sonriendo.
El de la droguería añadió:
- Habrá sido en el número 5.
- No. El 3, estoy seguro.
- El 3 está cerrado. Pruebe en el 5, a ver qué pasa.
Salimos de la droguería, después de haber dado las gracias, y yo vivía una pesadilla. Aldo le quitaba dramatismo a la cosa:
- Está claro que te has equivocado. Prueba en el 5, venga...
- Pero no, Aldo, ¡te digo que era el 3!
- Bueno, llama a la agencia cuando haya alguien y que te expliquen. Ahora prueba en el 5.
Alucinado, sin la mínima esperanza de salir de aquel enigma, probé las llaves en el portal del número 5.
- No, ¿ves? No entran... no...
La última llave entró. Nos encontramos en el portal que había visto pocos días atrás.
- ¿Has visto? - dijo Aldo -. Mira que eres cretino.
Subimos las escaleras. En una de las plantas había un hombre corpulento que aporreaba una puerta con los puños, gruñendo.
- El vecino malvado - murmuró Aldo.
Nos cruzamos después en las escaleras con una vieja muy vieja que no se dignó ni a mirar a Aldo y sin embargo se fijó en mí por un instante con maldad.
Nunca he conseguido, a pesar de todos los esfuerzos, abrir los ojos bajo el agua.

Sunday, September 11, 2005

Me fui a la cama, una vez, con una muchacha a la que amaba sin ser correspondido. Aunque la cosa me pareciese increíble, ella sentía por mí únicamente atracción física. Tras el acto sexual le acaricié la cara y un pedazo de carne se le desprendió de la mejilla y se me quedó en la mano. No sangraba, parecía un trozo de hamburguesa. Dije:
- Pero...
Ella sonrió, cogió su pedazo de mejilla y se lo puso de nuevo en su sitio, sin conseguir ajustarlo con precisión, de forma que parecía herida.
- Tendré que retocarme el maquillaje - dijo.
- Pero... pero qué... - balbucí yo.
Ella mi miró con ternura y me acarició a su vez.
- Oh... - dijo -. ¿Ha sido la primera vez? ¿No sabías que somos retornantes, muertos vivientes? Yo morí en 1935, cuando tenía veinte años. Lo quise yo, para ser siempre joven. Otras no tuvieron el valor y lo pospusieron hasta que se encontraron viejas y arrugadas. Aun así, incluso ellas están muertas, nacieron así del vientre de su madre.
La miraba con los ojos como platos. Posaba mi mirada a ratos en sus ojos, a ratos en sus senos.
- ¿Es posible que tu mamá nunca te haya dicho nada? - siguió riendo, no por burlarse de mí, sino porque mi ingenuidad le agradaba.
- Es de la muerte que nace la vida. Por eso pueden crecer niños en el vientre de las mujeres. Pequeñín... no pongas esa cara... No es culpa tuya que no sepas certas cosas. Has estado muy bien a pesar de todo...
Me besó. Volvió junto a mí y comenzó a tocarme de nuevo.
- No te pongas triste, te lo ruego, no te pongas triste. Yo te quiero, ya lo sabes...
Cogió mi brazo izquierdo y se lo pasó alrededor de la espalda, para que yo la abrazase. Mi brazo derecho estaba bajo su cuerpo y un fastidioso hormigueo empezaba a recorrerlo. Cuando me susurró
- Hagámoslo de nuevo
consentí, en realidad para liberar el brazo derecho y restablecer la correcta circulación de la sangre.
A pesar del horror que me colmaba el cerebro la amé con más pasión que antes, quizá justamente por ese horror.
Se durmió abrazada a mí, mientras llovía fuera. Si hay algo que detesto es dormir con algo o alguien abrazado encima. Fingí dormir también yo. Imité la respiración del sueño profundo y esperé la suya. Cuando llegó, me separé simulando un movimiento inconsciente, de forma que no se ofendiese. No se ofendió, y sin dejar de dormir se giró hacia el otro lado. Cogí el sueño una hora más tarde (eran ya las tres de la madrugada) pensando en los problemas que encontraría al despertar: tenía que ir a la oficina a las nueve, y ya preveía un día con los ojos ardiendo y la mente confusa, en tanto ella no tenía trabajo. No aceptaría, ya lo sabía, continuar durmiendo y pasar después por la oficina a darme las llaves de casa (se lo propondría, pero sin mucha convicción, por lo demás: ¿y si se dejaba abierto el gas después de prepararse un té?). Se levantaría a disgusto, decidiendo con los ojos todavía cerrados que nunca más se quedaría a dormir en mi casa. En cualquier caso, era esencial que yo fuese al servicio antes.
Llegaba, rápidamente, otra noche. Me fui a casa.

Saturday, September 10, 2005

Permanecí sólo conmigo mismo por un rato.
- Bonito día, ¿verdad? - dije sonriendo -. Tú gran jefe indio. Tú muerto en día muy bueno para morir. Tú muerto en batalla. Tu ahora cabalga al lado de Kiki Manitú, tu caza bisontes, tu come cosas muy buenas y monta a tu mujer y ríe con ella, arriba en los pastos del cielo.
Entró alguien y, asustado, dejé de hablar, como si alguien hubiese podido oirme. Uno era claramente el médico, el anatónomo-patólogo, un viejecillo simpático de bigotes blancos y escasos cabellos. Llevaba una camisa verde y un delantal de lino. Otros dos eran ayudantes y llevaban sólo el delantal de lino sobre ropas normales (probablemente de trabajo). El anatónomo-patólogo llevaba guantes de goma, para no infectarse. Echó un vistazo al cadáver e hizo una mueca que me pareció de asco. No me resultó demasiado simpático. Un ayudante acercó un carrito lleno de instrumentos a la mesa y el anatónomo-patólogo comenzó. No empezó por el cerebro, sino que hizo el habitual corte ipsilon: con un cuchillo practicó una incisión en los lados exteriores del cuello y desde allí descendió, girando alrededor del ombligo, hasta el pubis. Después introdujo el cuchillo, llamado "cortante", en la incisión y separó la piel tirando de ella al mismo tiempo, como había visto hacer al carnicero taciturno y terrorífico, en el pueblo, cuando mi madre me mandaba a hacer la compra. Diez minutos después la piel pendía de un lado yotro del cadáver como una camisa desabrochada. El anatónomo-patólogo cogió el cuchillo de trinchar que el ayudante le tendía y con el cortó los lados exteriores. La caja torácica se abrió de golpe, como una caja sorpresa. El anatónomo-patólogo cogió un cortante más pequeño y se adentró en mi cuerpo. Poco después levantó como un trofeo el paquete torácico, tráquea y pulmones y otras cosas variadas, y las puso sobre la bandeja de desayuno. Cogió una espátula y comenzó después a raspar los órganos. De ahí extrajo muestras y las examinó en el microscopio. En seguida pasó al abdomen. Todas las vísceras de mi cuerpo se encontraban ahora sobre la bandeja. Cada tanto, el anatónomo-patólogo murmuraba alguna cosa para sí. Al fin, con una sierra eléctrica, después de haber separado mi cuero cabelludo, me abrió el cráneo y extrajo el cerebro. Apartando los otros órganos inoportunos que ocupaban la bandeja, lo puso allí y lo seccionó. Encontró la bala, la cogió con unas pinzas y el ayudante la puso en una bolsita de plástico. El otro ayudante cogió la bolsita y salió. Seccionando el cerebro, el anatónomo-patólogo encontró un sueño extraordinariamente todavía intacto. El sueño era éste:

"Volvía a casa de mis padres, en el pueblo, y empezaba a ordenar mi habitación, que era más pequeña, tenía el suelo de parquet y una gran vidriera que dejaba entrar una gran luz. Casi había acabado de ordenar pero llegó nuestro perro, que normalmente tendría que haber estado encerrado en el cuarto de baño, y antes de que pudiese encerrarlo se puso a girar por todas partes y a toda velocidad, oliendo cada objeto. En una esquina, levantó la pata y orinó varios litros sobre el parquet. Llamé a mamá, y después, enfadado, grité mamá, cerda, pero estaba tan rabioso que los gritos me salían en falsete. El perro seguía meando y yo corrí, encontré a mi madre sentada en el pasillo, bajo el umbral del cuarto de baño abierto. Tenía la cabeza baja, quizá estaba cosiendo. Me pareció llena de rencor, triste y escuálida. Yo estaba fuera de mí y seguía gritando en falsete "cerdo" y cerda, dije:
- Pero, ¿no has oído que te llamaba?
- Sí - dijo ella -, sí, te he oído, pero creía que me llamabas para hablarme de otro de tus éxitos y no quiero oír más, porque cada uno de tus éxitos te aleja más de mí.
Me enfadé todavía más, no tenía palabras para explicar la injusticia y la enormidad de lo que estaba diciendo, conseguí sólo decirle:
- Con esto has puesto la palabra fin, me voy y no volveré más.
Recogí mis cosas y me fui. Pero cuando llegué a la ciudad vagabundeé largo tiempo para no ir a casa, porque tenía miedo y sabía que me encontraría solo. Me entretuve en casa de unos amigos, en las afueras, en un piso pequeño-burgués de uno de esos grandes edificios. Quería tener a alguien cerca. Me quedé allí un poco, luego me fui a una fiesta en una casa de ricos. También estaba mi director. Llegado a un punto, cogió una bandeja con montones de cosas para comer y dijo:
- Yo y Dino nos vamos a dormir.
Eran las dos. Verdaderamente, yo me habría quedado allí, pero lo tomé como una prueba de amistad, como un deseo por su parte de tener un cómplice. Le seguí, y estábamos a punto de entrar en nuestra habitación pero vio a un camarero que llevaba otra bandeja con aperitivos y canapés.
- ¡Oh, los aperitivos! - dijo.
Quería volver a la sala para recogerlos, pero yo había visto de dónde venía el camarero, abrí un armario y encontré la provisión de aperitivos. Él cogió unos cuantos, yo, sin embargo, reparé en los canapés de gelatina y, a escondidas, me comí uno metiéndomelo entero en la boca. Después estaba en nuestra habitación (el director se encontraba probablemente en el servicio) y la observaba: era en realidad un apartamento pequeño pero mucho más grande que el mío. Quizá podría alquilarlo, allí los chorizos no me encontrarían, quizá..."

El sueño, al contacto con el aire, se desintegró en las manos del anatónomo-patólogo, que parecía perplejo. Su trabajo, en todo caso, había terminado. Desordenadamente, devolvieron todos los órganos al interior del cadáver, y el ayudante echaba dentro al tiempo puñados de serrín para que absorbiesen los residuos de humores de forma que no se filtrasen luego hasta la sábana, causando una cierta repugnancia. El anatónomo-patólogo se quitó los guantes y el delantal y se marchó, llevando consigo los numerosos apuntes que había tomado. El ayudante remendó el cadáver con una aguja retorcida de tapicero, después lo lavó con una bomba. El agua sucia se acumulaba en el desnivel y acababa en el recipiente, donde formaba espuma, se arremolinaba y se precipitaba por el desagüe gorgoteando. Mi vistieron, al final, con un traje oscuro, bastante elegante. Fui depositado, con dulzura, en un ataud metálico, y me llevaron de allí.

Friday, September 09, 2005

Es difícil, para quien nunca la ha experimentado, imaginar cuán aburrida puede ser la muerte. Para matar la eternidad, fui a la policía a ver cómo procedían las indagaciones. No procedían. En aquellos días las fuerzas del orden estaban totalmente empeñadas en la caza de algunos terroristas, a consecuencia de un atentado que había costado la vida a dieciocho personas. Nadie, con seguridad, se habría fijado en aquella necrológica, y nadie habría pensado que pudiera tratarse de una pista.
A grandes saltos, alcancé la ciudad vecina, donde vivían los míos y donde probablemente mi cadáver había sido dispuesto en una capilla ardiente. Suponiendo que la capilla ardiente sería mi habitación de cuando era pequeño, fui directamente allí. En efecto, estaban el ataud y las velas, pero estaban apagadas y el ataud vacío. Me asusté.
Fui al salón, donde mi padre y mi madre estaban sentados, exhaustos. Mi padre había retomado el tabaco y fumaba un cigarrillo tras otro. Escuché el siguiente coloquio:
- ¿Cuánto... cuánto ha costado la caja?
- Quería una cosa simple. He entrado y el empleado de las pompas fúnebres ha empezado a enseñarme una caja diciendo que era estilo no sé qué y que costaba cuatrocientasmil liras. Le he dicho que no me gustaba y él me ha enseñado otra, toda llena de remates de oro y plata: costaba seiscientasmil liras y era de otro estilo. Le he dicho que quería una cosa muy sencilla: "¿No tiene nada más simple?", le pregunté. Él se ha mostrado perplejo y me ha respondido: "Bueno, sí, pero en ese caso superamos el millón"...
Comprendí que los dos hablaban para no pensar y darse ánimos, pero no pude por menos que recordar que el ataud que había visto en la otra habitación era puro estilo imperio. Pensé también que el pronombre personal "yo" era parcial e inadecuado a la curiosa división del mundo en dos sexos. Una mujer debería decir "ya" para distinguirse de un hombre.
Mi padre se levantó.
- ¿Dónde vas?
- Voy a telefonear al hospital de Milán, a ver qué dicen.
- He llamado yo hace poco. Me han dich que se la hacen a las once.
Mi padre se quedó un rato avergonzado, después volvió a sentarse y encendió otro cigarrillo. ¿Le hacen qué? Mi cadáver no estaba en la capilla ardiente... el hospital... ¡la autopsia! Por supuesto, es obligatoria en los casos de muerte violenta. Las once. Tenía poco tiempo para regresar a Milán y encontrar el lugar donde se llevaría a cabo, pero tenía que intentarlo. Por nada del mundo habría querido perderme el espectáculo.
Volé a toda prisa, lleno de esperanza, mientras mi madre decía:
- Ha llamado una amiga suya para darnos el pésame. Me ha dicho el nombre, pero no lo he oído bien.
Veía la tierra correr debajo de mí, los campos, los prados, los árboles. Me sentía feliz.
La autopsia se llevó a cabo en realidad no en un hospital, sino en el Instituto de medicina legal. Cuando llegué, mi cuerpo estaba ya tendido sobre una mesa de acero ligeramente inclinada por la parte de los pies. En mitad de la mesa había un desnivel, una especie de desagüe que acababa en un pequeño recipiente. No desde luego para la sangre que ya no había, sino para los líquidos que un cadáver siempre contiene y conserva por un tiempo, su última lluvia. A través de las piernas, un poco por debajo del pubis, habían apoyado una bandeja de acero, del tipo de las que se usan para desayunar en la cama. Todas las comodidades, pensé. Mi cuerpo estaba totalmente desnudo y aún más blanco de lo que lo recordaba. Toda la vida había huido del sol, pero al menos antes de morir tendría que haberme bronceado un poco.

Thursday, September 08, 2005

Al amanecer del día siguiente vagaba en la niebla. Vi como llegaban los periódicos a los quioscos. Un quiosquero hojeó el principal diario de la ciudad y me situé tras su espalda para echarle un vistazo, cosa que en su lugar me habría resultado muy fastidiosa. Cuando llegó a la página de las necrológicas me llevé una agradable sorpresa. Muchísimas estaban dedicadas a mí. Después de una noche horrenda, el día empezaba bien.
Las leí todas. Eran de los compañeros de la editorial en la que trabajaba últimamente, las personales del propietario y el director, que eran queridos amigos míos, de mis antiguos compañeros del periódico en el que había trabajado antes durante seis años. Naturalmente, también las había de mis padres y parientes. Pero mi atención se centró de improviso en una distinta de las demás. Era anónima y decía lo siguiente:

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Toda la vida la esperaste, querido
Dino
Ha venido, estás en el misterio - NOS
veremos un año de estos - Milán, 28
de Enero.
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No conseguía entenderlo. Todos mis amigos, prácticamente toda la gente que conocía estaba en la misma página con necrológicas firmadas. ¿De quién era aquella? Una nube oscureció el sol y comprendí: no podía haber sido otro que él, mi asesino.
Recordé cuando, con diecinueve años, trabajaba en un periódico de provincias y escribía, con forma de artículo, las necrológicas pagadas de más. "Falta al cariño de sus seres queridos el distinguido señor S. V., apreciado comerciante que dedicó toda su vida a..."
Una vez murió la madre del crítico teatral del periódico, un sesentón minusválido. Fue él mismo quien me dictó la necrológica:
- A. M. , madre de nuestro estimado crítico teatral, ha expirado de improviso a la edad de noventa y dos años causando un profundo dolor a sus seres queridos y a cuantos la conocían... Pon una coma detrás de "años". Después, veamos: a S. M. , estimado crítico teatral de nuestro diario, las más sinceras condolencias... ¿Has escrito bien "condolencias"? Es con "c". Las más sinceras condolencias del director y de la redacción en su totalidad.
Más tarde, hablando del tema con el redactor jefe, S. M. dijo:
- Es una gran pena, cierto, pero hay que superarlo. Quiero decir que me voy a casar.
Entregó también un artículo que empezaba así:
"Este espectáculo, puesto en escena por la Locale Filodrammatica, es la reducción de una obra maestra de la literatura rusa contemporánea: El maestro y la margarita..."
¿Pero por qué mi asesino tendría que dedicarme una necrológica? Para procurarse una coartada, naturalmente, una coartada sutil. No tenía más que pasarme por la oficina de necrológicas del periódico y preguntar a quién se había cargado la factura. Por un instante había olvidado que era una sombra: ya no podía preguntar nada a nadie.