Tuesday, July 20, 2004

Sábado 12 de Junio de 1982

Descubrí que no podía dormir, que no podría nunca más. Al principio sospeché que fuese la casa, aquella casa, la que me lo impedía, y así volé fuera y fui a acurrucarme en un banco del parque (ya no debía temer a los chorizos). Intenté, como hacía siempre en el pasado, inventar un sueño para dormirme y tener uno de verdad. Soñé que estaba con mis amigos de entonces en el pueblo donde había ido al instituto. Entre ellos estaba Adriano, que después murió de un mal incurable a los diecicocho años. Lo sabía, el médico le había dicho que podía vivir tres o cuatro años más como máximo y él había dicho:
- No me va eso de morir tan joven.
y séis meses después se murió. Estaba allí con los otros, pues, y estábamos todos un poco tristes porque Adriano debía marcharse al servicio militar (los demás, con tejemanejes varios, habíamos conseguido evitarlo). Adriano parecía resignado, pero se notaba que estaba al borde del llanto.
Después, adulto, me encontré con mi madre en otra ciudad. Ella tenía que despachar algunos asuntos y yo quería ir a ver a Adriano en el cuartel. Era un cuartel enorme y, a medida que avanzaba entre los edificios desordenados que lo componían, se transformó en un hospital, un policlínico. Encontré a Adriano, que no me pareció demasiado contento de mi visita. Estaba muy cansado y triste. Dijo que ni siquiera le iba tan mal, que había conseguido hacer el servicio civil como médico, pero que le hacían sudar.
Lo dejé y fui a la pequeña casa de campo que teníamos en aquella ciudad. Mi madre estaba ya allí, y estaban también mis suegros, aunque yo no estuviese casado. Para preparar el equipaje me dieron bolsas de plástico que encontré en un patio de cemento. Cogí dos y dejé en el suelo la tercera, que era enorme y estaba llena de polvo. Llegó mi gata negra (una gata extremadamente agresiva, tanto que cuando no me arañaba tenía el temor de que no estuviese bien). Le gustaba meterse en cualquier envoltorio y en efecto cortó con una uña la bolsa y se metió feliz. Después llegó un tejón, como el que le había mordido la oreja a mi perro veinticinco años atrás. Entre los dos comenzó súbita, velada por el polvo y el plástico, una lucha furiosa, y yo me divertí mirándolos. Creo que los azucé. Mi gata atacó arañando el hocico del tejón, pero éste extrajo garras afiladísimas y desgarró su piel por varios sitios. El último corte que le hizo, del cuello hasta la mitad de la espalda, era profundísimo. Entonces intervine, bloqueando al tejón atrapándolo con el plástico, mientras la gata salía de un pedazo de la bolsa lentamente, arrastrándose con fatiga. Pensé que los animales se las apañan siempre, se curan solos. Sin embargo, me encontraba en un impasse: no me atrevía a matar al tejón aplastándole la cabeza con la rodilla, y no podía dejarlo marchar porque seguramente me habría agredido también a mí. Como no sabía de qué forma resolver la situación, pasé a la escena siguiente del sueño.  Entré en casa. Mi madre estaba haciendo las maletas. Mi suegra paseaba alrededor preparándose una bebida. Mis suegros eran ricos, gente bien. Salí a la terraza y vi tres gatos torturando a mi gata, arañándole en las heridas abiertas, especialmente en la de la espalda. Ella no reaccionaba, parecía resignada y se movía lentamente, muy lentamente. Intervine y los aparté. Acaricié a la gata y ella, cuyo hocico había cambiado para parecerse al de un perrillo recién nacido, me mordisqueó la mano. Sonreí y pensé que empezaba a estar mejor, visto que había recuperado su habitual agresividad. Pero después entendí que lo hacía sólo por el dolor y para decirme adiós, porque se moría, y lloraba.
Afectado, entré en casa y le dije a mi madre que no nos podíamos ir porque tenía que encontrar un veterinario para curar a la gata. Cogí la guía de teléfonos y pasé las páginas, frenético. Mi suegra se burlaba de mí. En las páginas amarillas, extrañamente, no se encontraba la voz "Veterinarios".
- Claro que no está - dijo mi suegra -. No todo el mundo es tan imbécil como tú, para llamar a un veterinario por una bestezuela. Y de todas formas seguro que no vendrían a esta hora.
Me enfurecí y empecé a gritar contra ella, a blasfemar. Ella al principio conservó su actitud risueña pero después, como yo pretendía, se ofendió, por mucho que mi madre intentase poner paz. Llegó también mi suegro, sorprendido, y lo ofendí también a él. Después corrí fuera, volví al hospital.  Debía haber una planta de veterinaria. De hecho, la había, la había visto cuando buscaba a Adriano. Reconocí el pabellón, entré, pero me encontré en un descansillo con escaleras que subían y bajaban. ¿Qué piso? Subí hasta un entresuelo, después bajé una estrechísima escalera de caracol al final de la cual había una consulta con una guapa doctora que, sin embargo, no supo decirme dónde estaba la sección de veterinaria.
En este punto seguía despierto y me di cuenta de que era inútil seguir dejando libre mi mente. Por lo cual resolví a toda prisa el sueño: encontré al veterinario y éste curó a la gata.

Friday, July 16, 2004

Llegó la noche y todavía seguía vagabundeando como un chorizo. Igual que la noche anterior, no sabía qué hacer. Dios, qué tristeza, pensé. Dios, me siento como si estuviera muerto.
Volé al centro y miré la cartelera del cine. Podía entrar sin pagar el billete y cinco minutos después preguntarme:
- ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué hago yo aquí?
Los chicos y las chicas paseaban abrazados bajo los soportales de la avenida.
Volé a casa. No había nada, ni la mancha de sangre de la moqueta se distinguía apenas. Me tendí sobre la cama aún sin hacer. Fantasmas, zombis, grité, venid, os lo ruego, venid a hacerme compañía.
Paseaba, a ratos caminando, a ratos volando, por las calles de la ciudad del atardecer. Bajo los limpiaparabrisas de todos los coches de una calle había prendido un trozo de papel de multicopista en el que se leía lo siguiente:
    
Milán, 11/01/1980
 
     Estimado Señor:
 
     Me complace informarle a VD de la publicación de mi primer volumen titulado El inconsciente.
     Se trata de un preciso, claro, despiadado análisis de las condiciones de cada uno de nosotros en la vida de nuestro tiempo.
     Lo completa una introducción de carácter autobiográfico que pretende explicar cuál es el principal objetivo de mi texto; vale decir, descubrir los más recónditos, oscuros, laberínticos mecanismos de la vida en su esencia universal.
 
Todos los folios estaban desgarrados bajo esta última línea. No había nombre del autor ni del eventual editor, ni cualquier otro dato que permitiese encontrar (pagando, se entiende) el volumen.
No hacía, sin darme cuenta, ninguna de las cosas que siempre había soñado con hacer cuando me muriese. Por ejemplo, viajar más allá de los límites del universo para ver que hay.
No me sentía en paz, mucho menos eterna. Tampoco en guerra, por otro lado. No me sentía.
Tenía el recuerdo de un deseo, el de hacer, antes de morir, tantas cosas. Matar a mi padre, a mi madre y a mi tía a golpes de hoz, por ejemplo, o montar por lo menos una vez en avión para vencer el miedo, o resolver el misterio del monstruo del Lago Ness, o estar sólo, en la plaza del Duomo, el día luminoso que el platillo volante aterrizó.
Era, en vida, a ratos inteligentísimo, decididamente por encima de la media, y a ratos idiota, decididamente por debajo. Alternaba momentos en los que estaba a punto de resolver el último teorema de Fermat con periodos en los que miraba el sol, un perro, una hoja de hierba, y me reía.

Sábado 5 de Junio de 1982

He sido, en vida, un psicótico. He hecho cosas raras de las que me avergüenzo y cosas normales de las que me avergüenzo todavía más. De ahora en adelante, como suele decirse, sentaré la cabeza. Por otro lado soy joven, tengo tanto tiempo, tengo toda la muerte por delante.
Una vez, recuerdo, me corté con un cutter. Desinfecté la hoja y mi brazo derecho, poco más abajo del pliegue del codo.  Me practiqué dos incisiones veloces, sin sentir dolor. Estiré la piel para hacer salir la sangre y me d¡eron ganas de reír. Era divertido. Pensé que manejando el cutter con la derecha me iría mejor, así que desinfecté el brazo izquierdo y me hice otros nueve cortes. A veces me reía para mis adentros. Después me fui a dormir, sintiéndome feliz. La sangre me manchó la camiseta. Por aquella época llevaba la ropa interior para que la lavara mi madre, pero no podía llevarle aquella camiseta. Me habría hecho preguntas y yo, incapaz de mentir, le habría dicho la verdad. Ella no habría sabido hacer otra cosa que ponerse a llorar, y yo detestaba las cosas inútiles. Llevé la camiseta a una tintorería y la lavaron sin ese detergente especial que mantiene la tela blanca. Cuando mi madre vió la camiseta oscura dijo:
- Pero esta no es la tuya.
Yo dije:
- Eh, ya. Probablemente se han equivocado en la tintorería.
- ¿Cómo que has ido a la tintorería?
- Porque la semana pasada me olvidé de traer a casa algunas cosas, incluída la camiseta.
- Ah. Bueno, devuélvesela, haz que te den la tuya.
No sospechó nada, y yo me sentí como si hubiese conseguido ejecutar el crimen perfecto.
Unos cuantos días después de los primeros cortes me hice otros dos, subiendo el total hasta trece. Buena suerte.  Excepto uno, en la palma de la mano izquierda, que habría podido justificar de muchas formas plausibles, los cortes permanecerían escondidos bajo las mangas de la camisa.
El corte decimocuarto me asustó. Había cambiado la hoja del cutter y, por si fuera poco, di un corte mucho más decidido que las veces anteriores. Se abrió una herida bastante profunda, aunque sin llegar a la carne viva, y la sangre manó en abundancia. Parecía una boca, o un sexo femenino. En el temor, pensé que habría podido hundir todavía más la hoja, abrir realmente una vagina en mi brazo que me hubiera convertido en autosuficiente. Y quizá mi semen hubiese generado un hijo, que habría crecido en mi brazo. Todos pensarían en un cáncer y en realidad sería el fruto de mi amor.
Llamé por teléfono a Federico. Lo cogió su mujer, y escuché enseguida los gritos de los gemelos, los gritos de la suegra de Federico, y los de Federico. Cuando su mujer me lo pasó, le dije:
- Hola, Federico, ¿cómo estás?
- Bien no.
- Oye, perdona que te moleste, pero... me he vuelto a cortar, y esta es fea.
- Pero, ¡¿es posible que con todos los problemas que tengo, tenga encima que tener un amigo que se corta, me cago en la puta?!
- No, lo siento, tienes razón. Quería sólo preguntarte una cosa, se me ha acabado el desinfectante y tengo sólo alcohol de ese rosa, del que se usa para lavar cristales. ¿Ese vale?
- Sí, por valer vale,  pero sobre la herida abierta quema como el fuego. ¿Quieres venir aquí?
- No, no, perdona. Era sólo para eso. Había acabado el desinfectante y no sabía si el alcohol rosa valía. Has dicho que vale, ¿no?
- Sí, pero quema.
- No importa. Perdona si te he molestado.
- Venga, nos vemos.
El corte siguió escupiendo sangre durante toda la noche. No tenía vendas y me puse algodón liándolo con un pañuelo, sujetando la punta del pañuelo entre los dientes como un cowboy. A la mañana siguiente el algodón se había pegado a la herida. Cuando lo despegué la sangre volvió a fluir. Iba ya con retraso y no podía pararme en una farmacia, pero en el servicio de la oficina había un botiquín de primeros auxilios. Tomé el café con los demás, trabajé durante un cuarto de hora y después fuí al baño. Había desinfectante, gasas y vendas. Me apañé como mejor pude. Después, compré crema cicatrizante y, a sugerencia de otro amigo mío, no cubrí más la herida, para dejar que le diese el aire. Pocos días después se formó la costra y dos semanas después conseguí arrancarla poco a poco, con un cierto placer. Quedó una gran cicatriz, mucho más bonita que las pequeñas.
Alarmado, pensé que mi cuerpo prematuramente difunto habría sido ya desnudado y mi madre habría notado las marcas en el brazo. Pero probablemente no le habría hecho demasiado caso, dado que era todo mi cuerpo una inmensa cicatriz.
Había decidido, pues, transformarme en detective, descubrir quién, cómo y por qué me había matado, y con mis nuevas facultades no sería difícil. Por ello no tenía prisa y se me ocurrió, antes, divertirme un poco. Entré en muchas casas, espiando a sus habitantes empeñados en las típicas ocupaciones banales. Me impresionó un hombre que decía, siguiendo el hilo de su discurso:
- Las cosas buenas me parecen ya tan alejadas en el tiempo... Las malas pasaron ayer.
Entré en una casa y por primera vez después de mi muerte sentí dolor, pero cómo fuese este dolor y qué parte de mí lo sentía, no lo sé decir. Solo sé que era lo que buscaba. Con una sonrisa maliciosa, en primera fila, miré a una chica que se desnudaba. Se quedó desnuda, se dió una ducha, se lavó cuidadosamente las partes íntimas, se secó, se perfumó y se maquilló, para después volverse a vestir con una lenta selección de prendas. Sus actos no tenían nada de erótico, y sin embargo me sentía morir como si estuviese todavía vivo, sentí fiebre y despesperación y tormento insoportable y ganas de gritar, gritar, gritar, y la nada y el todo dentro de mí, y el llanto y la risa, la impotencia, la circulación de mi sangre que, como un ritmo, no conseguiría extenderse dentro de ella ni comprender su misterio.
Recordé, mientras me dejaba volar lejos, lejos de allí, lo que decía Francesconi:
- Mi abuelo estaba allí, en la mecedora, con la mirada húmeda perdida en el vacío, y todos decían "Piensa en la muerte que llegará". Y un cuerno. Pensaba en el coño, lo tenía aquí - y se daba un golpe con el canto de la mano entre los ojos -. Como en aquella película, no me acuerdo cómo se titula, en la que aquel viejo moribundo le pregunta a la actriz joven: "¿Me lo dejas ver una vez más?", y ella se levanta la falda y él sonríe y suspira: "Sí... lo recuerdo, qué hermoso era...", y se va, sin serenidad, sin miedo, llevándose consigo sólo su deseo.
El abuelo de Francesconi se había ido hacía muchos años, probablemente al paraíso: había entrado con la maravilla de un niño en el Gran Coño.

Domingo 30 de Mayo de 1982

Un acontecimiento francamente curioso de mi vida fue mi muerte. De hecho, ocurrió el día de mi trigésimo cumpleaños, en circunstancias misteriosas. Fui asesinado en una habitación herméticamente cerrada desde el interior. Estaba más o menos en esta posición, escribiendo a máquina, cuando escuché un murmullo a mi espalda. No exactamente, más que un murmullo era el aliento de una presencia, detrás de mí.
Tengo una máquina de escribir electrónica, dotada de memoria. Registra en un disco las palabras que yo compongo en el teclado y a continuación, cuando curso la orden, las transfiere sobre el papel. A veces, no obstante, se bloquea y ocurre, como ahora, que imprime de nuevo una mezcla de frases ya escritas, sin darse cuenta. Su cerebro se confunde, su memoria se traiciona, desvela el engaño, no recuerda sus propios recuerdos.
Me levanté de la cama, atravesé (en el verdadero sentido de la palabra) aquella multitud vociferante y ya tan ajena a mí y anduve hasta la ventana, que alguien había abierto. Estaba a punto de lanzarme fuera, volando, cuando repentinamente se hizo el silencio. Me volví y vi que todos se habían paralizado como estatuas, mi madre todavía arrodillada sosteniendo la cabeza del cadáver, mi padre cubriéndose la cara con las manos, los otros en posiciones diversas y extrañamente armoniosas con el cuadro de conjunto. Duró un instante, después sonó el teléfono y los personajes de la sacra representación volvieron a la vida. Excepto uno, naturalmente.
El teléfono. Cuántas veces había esperado en vano que sonase, y ahora no podía responder. Probablemente era uno de mis amigos que había llamado a la oficina y había sido puesto al corriente de la situación. En el mismo momento oí, quizá el primero, las sirenas todavía lejanas de la policía y la ambulancia.
Salvé un pájaro, una vez. Estaba en el coche, detenido frente a un semáforo. Ví más allá del cruce, sobre el asfalto, un pajarillo que se debatía desesperado y otros que volaban a su alrededor, ellos que sí podían, y se posaban junto a él preguntándole:
- Pero, ¿qué pasa? ¿Qué te ocurre?
Cuando se puso verde arranqué hacia el pajarillo y frené justo delante de él, haciendo escudo con mi coche y bloqueando el tráfico. Salí. El pajarillo aterrorizado se arrastró hacia el bordillo, escondiéndose debajo de un coche aparcado. Tras de mí, que no sabía qué hacer, sonó el claxon de un camión. Me volví y ví que el conductor estaba bajando. Pensaba que me iba a gritar en la cara amenazándome con pegarme y en lugar de eso dijo:
- Es un pajarillo, sí, no puede volar, cojámoslo.
Sin que la larga caravana de coches nos molestase, el hombretón y yo comenzamos la caza del pájaro. Fué él quien lo atrapó, después de acechar largo rato por todos los lados del coche bajo el cuál se había refugiado. Los otros pájaros ya se habían ido. El hombre me dijo:
- Toma, llévatelo a casa y cúralo.
Buscó en un montón de basura una caja que pudiese contenerlo, lo metió dentro y me confió la caja sonriendo y despidiéndose. Llevé el pajarillo a casa de un amigo mío: estaban su mujer y sus hijos, que le hicieron muchas fiestas. En la misma calle había una tienda de animales. Salí con mi caja y le pregunté al dueño, que tenía aire de entender del tema, si el pajarillo sobreviviría. Lo cogió en la mano, comprobó que no tuviese nada roto y dijo:
- Quizá sí.
Le pedí una jaula y la comida adecuada. Él se aprovechó de la situación y me vendió una especie de mansión para águilas. Volví arriba y todos juntos preparamos una papilla de pasto e intentamos hacer comer al pájaro. Lo sujeté en la mano, el corazón le batía rapidísimo, pero pensé que la frecuencia de las pulsaciones de los animales era diferente de la nuestra y que quizá aquello era normal. Después de muchas dudas el pajarillo empezó a comer, señal de que sobreviviría. Lo devolví a la jaula y lo llevé a casa. Puse la jaula sobre el escritorio, junto a la ventana, más o menos en el lugar donde me encontraba ahora. Parecía vivaz y cobraba valor a cada minuto que pasaba. No conseguía tenerse sobre las patas, todavía demasiado frágiles, pero daba pequeños saltos moviendo las alas. Pensé que lo tendría hasta que pudiese volar y entonces lo dejaría libre. Me fui a dormir. El pajarillo piaba de vez en cuando. Me desperté más veces aquella noche, y fui a ver cómo estaba: a veces dormía, más a menudo se movía de un lado a otro de la jaula mientras seguía piando. Quería levantarme muy temprano la mañana siguiente, para darle de comer otra vez, pero me dormí hacia las séis y media, y me desperté sólo a las nueve, cuando el pajarillo estaba ya muerto. Estaba encogido en una esquina de la jaula, con los ojos en blanco. En el cuello tenía dos bultos hinchados y transparentes. Saqué de su caja el exprimidor de zumo y lo llené de paja, sobre la cual acosté al pajarillo. Lo cubrí con más paja para que estuviese caliente. Fui a enterrarlo fuera de la ciudad, en la orilla de uno de los dos canales, cerca del agua y de los árboles. Puse la jaula sobre el estante más alto del armario, donde aún sigue.
Volé.
Había experimentado la misma sensación, simplemente deseándola, de niño. Leía tebeos en los cuales un hombre venido de otro planeta con un sol rojo, gracias al sol amarillo de la tierra, conseguía superpoderes: podía volar, era ultrafuerte, invulnerable y veía a través de los muros con su visión de rayos X. Me habría gustado mucho ser como él. Unas cuantas veces soñé con tener un poder o dos, nunca todos a la vez, e incluso los que tenía eran limitados y no tenía el control completo. Por ejemplo, soñé que tenía visión de rayos X y que daba demostraciones en un auditorio académico mirando dentro de una caja, pero la cosa no me salía con naturalidad, tenía que concentrarme mucho como fingen hacer los ilusionistas, y al final la visión era confusa. Los espectadores estaban igualmente maravillados y entusiastas, pero yo, aunque no lo hacía saber, me sentía un poco defraudado. Más a menudo he soñado con tener un poder del que el protagonista del tebeo carecía: la telekinesis, la capacidad de mover objetos con la sola fuerza del pensamiento. También de este poder daba demostraciones públicas y una vez levanté un sillón.
Ahora volaba, y era muy hermoso. Me bastaban mínimos movimientos para tenerme a flote en el aire venciendo la fuerza de la gravedad de mi escasísimo peso. Aprendí en pocos minutos a dirigir mi vuelo, a planear y virar, a aterrizar y despegar de nuevo.

Thursday, July 15, 2004

Me dí cuenta de que podía volar, y eso me animó un poco. Con un pequeño impulso me separaba del suelo y llegaba a dos, tres metros de altura, quedando entonces durante algunos segundos inmóvil en medio del aire y cayendo después fluctuante, lento como una hoja muerta. Divertido, probé y probé como un niño o un astronauta en ausencia de gravedad, y una vez atravesé el techo y me encontré en el desván. No había estado nunca: sólo el guardián del edificio tenía la llave. Una vez, los albañiles que trabajaban en mi casa habían subido hasta allí para controlar la resistencia de la construcción, pero yo no les seguí por un extraño temor. No había nada, sólo polvo y telarañas. Cuando volví abajo, un pequeño rumor se superpuso al estruendo irritante del cerrajero: se había caído el esqueleto de plástico fosforescente que construí años atrás y que había siempre pendido, sujeto por medio de un elástico y un caballete metálico, del estante más alto de la biblioteca. Sus huesos rechinaron y parecieron encogerse hasta hacerle tomar una posición fetal, justo al borde del abismo. Un centímetro más y habría caído exactamente encima de mi cuerpo, como una broma pesada.
Empecé a interrogarme sobre mi nueva condición, haciéndome cada vez más indiferente a las voces de fuera y al destino de mis restos mortales. ¿Qué era yo, un alma? Poco probable, visto que no me encontraba en ninguno de los tres reinos del más allá, ni había visto ninguna luz deslumbrante, ni me sentía más triste o más feliz. Un fantasma, entonces: quizá, pero puedo adelantar que después no encontré ningún colega y que, por mucho que quisiera, no conseguí mover objetos o lanzar alaridos en la noche o aparecer, horrible visión, ante un vivo.
Y aun así, de niño había tenido prueba de la existencia de presencias sobrenaturales. En el pueblo, en la colina, dormía en un cuarto con mi abuela. La única ventana de la habitación daba al corral, donde estaba el "vertedero", esto es, una gran tina de cemento, cubierta por una plancha con una trampilla, donde los vecinos tiraban la basura. Una vez o más a la semana venía un viejo con una carreta tirada por un burro y la vaciaba. Las ruedas de la carreta estaban recubiertas de metal y el ruido que producían sobre los guijarros del corral era inconfundible. Una noche, no recuerdo cuál pero tendría yo séis, siete años, hacia las once, escuché la carreta abajo en el corral y pensé:
- Nada, ya viene a vaciar el vertedero.
La cosa me pareció normal y me dormí tranquilamente. La noche siguiente lo volví a escuchar, y también una noche después. Un día, distraídamente, le dije a mi madre:
- ¿Por qué viene la carreta a vaciar el vertedero todas las noches?
Mi madre dijo que la carreta venía una o dos veces por semana, pero de día. Dijo también, antes que nada:
- ¿Pero qué estás diciendo?
y eso me asustó. Dije que lo oía siempre antes de dormirme, que no había duda, que era aquella carreta, pero mi madre, preocupada por mi salud mental, en vez de profundizar en la discusión, usó su autoridad para hacerme admitir que me había equivocado. No le dije nada más, pero seguí oyendo la carreta, abajo en la oscuridad. Una noche el ruido era tan fuerte que tuve la tentación de llamar a mi madre, de llevarla a mi habitación y decirle:
- Shhh... ¿lo oyes? ¿Lo oyes?
No lo hice por cobardía. En su lugar, desperté a mi abuela y le pregunté si oía algo. Ella, bostezando, respondió:
- ¿Oír? ¿Qué?
La carreta volvió todas las noches, durante años. Si a veces no la oía antes de dormir, me despertaba después en la madrugada y llegaba. Poco a poco empecé a tenerle miedo, y cuando mi familia se trasladó a otro pueblo, en la llanura, me alegré también por esto, porque no la oiría más. La mudanza fue caótica y entusiasta; comenzó por la mañana temprano y a la noche la nueva casa era todavía un lío de muebles y cajas desordenadas. La cena fue como un picnic entre aquellas ruinas que eran el principio y no el fin. Todavía excitado, fui a la cama, leí un poco y apagué la luz. Sólo entonces me vino a la mente la carreta y sonreí, seguro de haberla dejado atrás. El patio de la casa nueva estaba asfaltado, no tenía guijarros y tampoco vertedero. Giré la cabeza en la cama para dormir y un instante después la escuché venir de lejos hasta detenerse debajo de mi ventana, con el estruendo aterrador de sus ruedas. Cerré los ojos en la oscuridad y mi mente explotó.
Después de aquella primera noche no volvió más: la carreta fantasma sólo había querido darme su saludo, decirme adiós.
La puerta se abrió con un chasquido y una verdadera jauría invadió el pequeño apartamento. Entre las miles de voces y frases sin sentido oí a mi madre gritar mi nombre y llorar mientras se agachaba junto a aquel ridículo amasijo de carne y huesos que a ella misma, de haberse mantenido un poco más lúcida, le habría dado horror y vergüenza y risa considerar su hijo. Recordé una vez que me pegó, no sé por qué delito mío, con un bastón, dejándome en las piernas heridas que tardaron semanas en curarse e, infame, sonrió. Recordé, todavía más atrás en el tiempo, una vez que estaba en la cama y había dicho algo que no debía y ella la emprendió a bofetadas conmigo hasta que me golpeó en la ingle y se paralizó, asustada, preguntándome si me había hecho daño.
- No - respondí, sin entender.
¿Qué diferencia había entre aquella y las otras partes del cuerpo? Me lo preguntaba mientras ella se dulcificaba, casi pedía disculpas. Sin saberlo, en aquel momento mi madre me había mostrado todo el sentido de la vida.
Estaba sentado en el borde de la cama deshecha (como descubrí enseguida, aunque no podía tocar nada, tenía la facultad de no atravesar la materia si no lo deseaba, de otra forma habría caído desde el principio más allá del suelo, a través de todos los pisos y todavía más abajo hasta el centro de la tierra, y hacia arriba por el otro lado, hacia arriba en el cielo inverso y al fin ni arriba ni abajo, en el espacio, transformándome en nada en la nada. He leído que el universo en expansión podría en un cierto punto volver sobre sí mismo, comprimirse hasta provocar un nuevo big bang inicial. Pero es más probable que el fin sea éste, de acuerdo con una teoría totalmente opuesta: las galaxias continuarán alejándose, no quedará hidrógeno para formar nuevas estrellas y las viejas se apagarán una a una, esfumándose. Y los átomos de cada cuerpo errante se disgregarán alejándose a su vez los unos de los otros, y así harán también las partículas de cada átomo, los protones se descompondrán en rayos gamma y positrones, los cuales se aniquilarán con los electrones, transformándose en más rayos gamma, hasta que sólo queden radiaciones que nadie captará, cada vez más débiles, y después nada más).
Mi director, quien, pensé, había dado inicio a las operaciones de socorro al ver que faltaba al trabajo (a propósito, el teléfono debía de haber sonado, aquella mañana: ¿cómo que no lo había oído? Sueño pesado, estaba realmente muerto), llamó a la policía y, como buen apasionado de las novelas detectivescas, pidió que nadie tocara nada cuando ya todos habían tocado todo. Casi podía leer sus pensamientos:
- ¡Un delito de habitación cerrada! Un misterio como siempre había soñado. Pero no podré investigar como en las novelas, naturalmente. Lo hará todo la policía y no descubrirán nada, seguro...
Miró mi cuerpo, intentando disimular la excitación:
- Él, él lo sabe todo, él sabe como la fantasía se ha hecho realidad.
Y sin embargo yo no sabía nada de nada, y me dieron ganas de desvelar el enigma de mi muerte, de encontrar a mi asesino.
Durante el largo sueño que siguió a mi muerte, sin embargo, no tuve sueños de ningún tipo, simplemente dormí, profunda y silenciosamente como un niño o un hombre muy cansado. Si mi madre hubiese podido verme habría dicho, con una tierna sonrisa:
- Qué bien duerme, parece un muerto.
Me despertaron los ruidos del cerrajero forzando la puerta. He dicho que fuí asesinado en una habitación cerrada desde dentro, pero debería haber usado el término casa: si no lo he hecho es porque mi apartamento, en el cuarto piso sin ascensor de un viejo edificio cercano al canal, era lo bastante pequeño como para ser denominado monolocal, aunque estuviera dividido en dos habitaciones. El arquitecto que había dirigido los trabajos de reestructuración, después de la compra, me había propuesto de hecho tirar la única pared divisoria, pero yo lo rechacé diciendo:
- No, me gusta pasar de una habitación a la otra.
Los ruidos me molestaban, me ponían de mal humor. Pensaba que era sábado y que alguien del vecindario se había puesto a trabajar temprano. Me enfurecí y, en el duermevela, planeé salir y agredirlo, pero inmediatamente el sentimiento de culpa hizo que me asustase por estar despierto y que temiese que, abriendo los ojos, le pudiera molestar yo a él.
La puerta estaba blindada y tenía cadena de seguridad. Para abrirla, el cerrajero empleó más de una hora. Escuchaba voces, entre los ruidos, y distinguí las de mi madre, mi padre y el director de mi oficina.
No conseguía razonar bien y por un instante estuve contento de aquella visita, dejé de sentirme sólo.
Después me incorporé para sentarme, abriendo los ojos, y me di cuenta de que estaba sobre el suelo y no tenía consistencia corporal. Mi imagen se superponía en parte a mi cuerpo sin vida. Me levanté y me desgajé completamente, mirándolo con curiosidad. La posición antinatural en la que yacía resaltaba aún más mis imperfecciones, y me avergoncé. Cierto, por lo menos había muerto vestido, porque la vergüenza habría sido insportable si me hubiesen encontrado en calzoncillos y camiseta, pero aun así no era agradable. Intenté colocarme de forma menos grotesca, pero mis manos me atravesaban sin moverme. Comencé entonces a recordar todo y a darme cuenta de que ya no estaba vivo. Comprendí que era sólo mi espíritu, mi alma, lo que fuera de mí que había sobrevivido a la muerte.
Fue una sorpresa divertida: nunca había creído en la vida en el más allá y he aquí que me encontraba estafado, como esos que, al contrario, creen y luego no se despiertan más, y ni siquera se dan cuenta de que todo lo que tenían se desmorona sin desesperación ni esperanza, como mi pene en el sueño.
Descubrí enseguida que no era del todo incorpóreo y, gracias a una báscula de precisión, pude incluso determinar mi peso: tres miligramos. Quizá no era normal: con una buena dieta, probablemente, habría podido bajar a cero.
Mientras el cerrajero accionaba una sierra eléctrica haciendo temblar los muros del viejo edificio, yo, impávido, seguía mirando mi cadáver. La sangre de la frente y la moqueta ya se había coagulado, los ojos estaban entrecerrados y la boca retorcida en una mueca.
Fui al baño y después a la otra habitación, moviéndome lentamente y observando cada objeto, y todo me parecía falto de vida, e inútil, y estúpido, como cuando estaba vivo.
Al mismo tiempo, llegaba a los quioscos la primera edición del periódico local de la tarde. En primera plana un titular recuadrado apuntaba a un artículo en las páginas interiores, que reproduzco aquí en su integridad:
"Cadenas en los tobillos, santos y crucifijos alrededor. Se ha dejado morir así, de sed y de hambre, un ingeniero nuclear, asistente universitario, y lo han encontrado cuarenta días después, deshidratado, momificado, víctima de una situación que está, verdaderamente, más allá de los límites de la realidad. A. O., treinta y ocho años, vecino de vía Anguissola, cercana a la piazza delle Bande Nere, era considerado un estudioso brillante, lo suficiente como para obtener la suplencia a la cátedra de física nuclear. Apreciado como estudioso no tenía sin embargo el mismo éxito en el plano de las relaciones humanas: con los colegas hablaba poco, sobre todo no los frecuentaba fuera de los ambientes de la Universidad. Su existencia estaba hecha de largos silencios, de soledad, de domingos vacíos pasados en casa. Pocas palabras con los tenderos que le vendían la comida que cocinaba para él sólo, algún tímido saludo a los vecinos y nada más. Pasaba por un académico un peco estrafalario (en el texto, poco estaba escrito así, peco) y era precisamente su mente científica la que justificaba a los ojos de los demás sus pequeñas extravagancias, ese aislarse de la sociedad. Y sin embargo A. O. no era estrafalario, simplemente estaba sólo, desesperadamente sólo, y por esta condición sufría. Incluso había intentado construír, tímidamente, una imagen diferente: a un colega de la Universidad le había dicho que tenía novia, pero ahora parece que era una invención fantástica y no una mujer real, una mujer que lo habría podido hacer salir del círculo de la soledad y la desesperación. Hace un año murió su padre, al que estaba profundamente unido, y este episodio lo había empujado todavía más adelante en el camino que conduce fuera del consorcio humano. Le quedaba un hermano con el que se encontraba de vez en cuando, pero también con él había restringido los contactos y, sobre todo, había abolido toda confianza. Si hubiese hablado, si hubiese hecho entender cuánta necesidad de compañía sentía, alguien le habría tendido una mano. Por el contrario, frente a todos, se ha mantenido la imagen del profesor estrafalario, del académico que no habla porque tiene la mente perdida en sus cálculos pero que precisamente por ello es feliz. Hace dos meses había empezado a decir a los colegas:
- Me siento agotado, necesito un descanso. Ya lo he acordado con los frailes, iré a su monasterio para un periodo de retiro espiritual.
A. O. era religioso. Tras la muerte del padre se había refugiado todavía más en la fe y a todos les había parecido natural semejante proyecto. Quizá tenía realmente intención de hacerlo, el retiro espiritual, quizá por el contrario estaba preparando la tapadera para su propósito suicida. Se sabe que pocos días después entró en casa, cerró la puerta, puso en orden todas las cosas y se dirigió al baño. Llevaba consigo una robusta cadena y un candado y comenzó un ritual terrorífico, estremecedor aun al releerlo ahora. Abrió el grifo y, sobre el borde del lavabo, alineó con cuidado algunas imágenes religiosas. Después se acostó sobre el suelo y comenzó a encadenarse los tobillos, fijando después la cadena al bidet y asegurándola con el candado. Desde aquel momento permaneció allí, esperando la muerte. Probablemente habría podido liberarse de haber querido, en los primeros días, arrancando de su sujección la taza del inodoro; también podría haber pedido ayuda. Pero su voluntad de morir fue más fuerte que su instinto de supervivencia. Obstinadamente ha esperado, sin comer ni beber, aun con el agua al alcance de la mano, fluyendo del grifo que él podía tocar. Y al final, cuando quizá hubiera querido salvarse, estaba demasiado débil para hacerlo, no le quedaban fuerzas para liberarse de la cadena ni para pedir ayuda. Días después se había convertido en una momia, se había disecado sin que la muerte descompusiera el cuerpo, transformado en incorruptible. Una muy pobre compensación para aquellos días y aquellas noches de pesadilla, transcurridos luchando entre la voluntad de dejarse morir y esa parte de él que seguramente gritaba de desesperación por el hambre y la sed. En él ha vencido la voluntad sublimada, la que acalla hasta los instintos más naturales y universales. Pero en la base de esta voluntad no había otra cosa que el vacío, la soledad, la falta de amigos. Cuán sólo se encontraba A. O. lo ha atestiguado también su trágico fin. Ha permanecido en el apartamento durante cuarenta días, con el agua que chorreaba del lavabo. Los vecinos escuchaban el gorgoteo, pero no le han hecho demasiado caso: el profesor era muy original, podía haberse olvidado de cerrar el grifo. Durante cuarenta días el ingeniero O. ha estado desaparecido sin que nadie, en la Universidad ni en ningún otro sitio, se preocupase de preguntarse por qué. Cuando lo han buscado, no ha sido difícil encontrarlo. Estaba allí, encadenado, y se había convertido en una momia".

Sábado 29 de Mayo de 1982

Mi muerte ocurrió el día de mi trigésimo cumpleaños, en circunstancias misteriosas. Fui asesinado en una habitación herméticamente cerrada desde el interior. Estaba más o menos en esta posición, escribiendo a máquina, cuando noté un murmullo a mi espalda. No exactamente: más que un murmullo era el aliento de una presencia tras de mí. Me volví de golpe, asustado, pero lo hice apenas a tiempo para ver la silueta indistinta de un hombre que me apuntaba con un arma, probablemente una pistola o un fusil de cañones recortados. Inmediatamente después sonó una detonación y el proyectil entró en mi cerebro, provocando mi casi instantánea salida de este mundo. Casi instantánea, quiero decir, según el informe del forense, porque en realidad duró varios segundos. Sentí un dolor inmenso, indescriptible, podía escuchar claramente los gritos desesperados de mis órganos internos, el estómago, el hígado, los pulmones, el aparato genital, el corazón y su infinita red de arterias, venas y vasos sanguíneos que repetían a la mente, como un disco rayado:
- Ayuda... no puedes abandonarnos así...
Aquellos instantes bastaron para convencerme de que no existe muerte dulce y que, después de tantos males, llega siempre el más grande. Con una consolación, es cierto, la misma de toda enfermedad, pero más precisa e indudable, como la perfecta resignación travestida de perfecta esperanza:
- Pasará... pasará todo...
Después de lo cual me dormí, cayendo sobre la moqueta roja. Si no recuerdo mal, mi último pensamiento fue que iba a mancharla, pero también pensé que sería peor si fuese blanca.
Era alrededor de la medianoche, y dormí hasta la tarde del día después. La noche anterior había tenido este sueño: entraba con mi madre en un edificio largo, una especie de túnel. Aquí la perdía de vista. Poco después, me encontraba con una chica que se metía en la boca mi pene y lo chupaba. Tuve que avisarme ella cuando acabó, porque yo no sentía nada. Me dijo que me limpiase y me dí cuenta de que no me habían circuncidado. Del prepucio colgaba un hilo de moco, lo arranqué y cayó también un pedazo de glande. Tiré hacia atrás del prepucio y vi que el glande se estaba resquebrajando, como una esponja consumida. Recompuse los pedazos como pude y, saliendo, dije a mi madre que debía ir a ver al doctor C. Fuimos inmediatamente, llamé al timbre y vino a abrirnos, brusco y sonriente como de costumbre. Atravesamos habitaciones muy hermosas y después un pequeñísimo jardín donde, en dos chaise-longues, estaban tumbadas la mujer y la hija del doctor C. Miré a la hija, pero no me pareció demasiado guapa. Después pasamos a la consulta y el doctor comenzó a auscultarme con el estetoscopio. Intenté decirle que no estaba enfermo, era sólo mi pene que se descomponía, pero el seguía hablando. Después giré la cabeza y vi que había más gente, y más todavía que estaba llegando. El doctor me dejó, entró por una puerta. Entonces comprendí que el lugar en que me encontraba no era la consulta, sino la entrada de la consulta, y que la camilla sobre la cual estaba tumbado y aquellos pocos muebles de hospital estaban en la esquina de una inmensa plaza que se estaba llenando de gente. Me vestí a toda prisa y salí por un camino lateral, donde dos hombres miraban a los pacientes en espera. Uno dijo, sacudiendo la cabeza:
- Mira ahí... Y pensar que es domingo... Sí, pero el doctor debería abrir la consulta conforme van llegando, no esperar a que se forme esta cola, como en los cines de pueblo que no empezaban la película hasta que la sala estaba llena.
Fui a comer a un restaurante. Me senté en el único sitio libre de una mesa: los otros estaban reservados para una mujer y sus hijos, que de hecho llegaron poco después. En una mesa vecina, ocupada por hombres por lo demás, vi a mi madre y la cosa me pareció natural, como cuando en el cine no se encuentran dos asientos juntos y se sienta uno delante y otro atrás, y se puede ver, pero no es como ver la película juntos.